Investigadora científica.
Resido en Chile, soy colombiana.
Instagram: @vivi_iren_el_sol
La escritura en cubo y ave,
una animalia,
A veces gradientes de luz.
La escritura es un cubo de agua, es un ave, un árbol, una escalera sin fin, una cueva. Es un perro de cuadrados azules acuarianos. A veces es una ridiculez romántica. La escritura es la naturaleza que piso, que siento, que palpo cuando me unto de suelo y la siento en mi cara cuando trasplanto plantas, es cuando hago yoga en el laboratorio. La escritura es cuando pienso en la naturaleza, cuando redacto realidades o las evado. Es un churro con Nutella y un café. Es meditar con un tabaco que algún día dejaré. Es resignificar el amor.
La escritura, ese refugio del que a veces quisiera escapar como de una casa demasiado llena de ecos y hasta de vacíos inconclusos. Mi inicio: un diario rosado con candado y su llavecita. Lo escondía debajo de la almohada, junto a un libro de anatomía y biología celular que leía casi todas las noches, como si los secretos del cuerpo pudieran revelarse en silencio. También estaba Cien años de soledad, todo en la misma época: los años noventa, la época de Gaviria y de los apagones, de una imperiosa intencionalidad del Estado de racionalizar la luz por el cambio climático (1992-1993). No entendía por qué, era demasiado pequeña. Ya casi han pasado treinta años sin comprenderlo. Incluso hoy, 2025, hay bucles de esa época en Colombia, pero fueron noches en vela de conocimiento y ahora es otro cuento.
Mi papá era un buen contador de historias, incluso de extraterrestres, despertares de conciencia y vidas paralelas. Los domingos eran un ritual familiar en la octava con diecinueve en Bogotá: caldo del Pacífico, pescado frito o hamburguesa en la pescadería clásica Jaramillo. Después caminábamos por librerías viejas: los olores de los libros de antaño como de las hojas eternas de los árboles que fueron recolectados para ellos, lignina y su celulosa, estantes polvorientos, libros usados de carátulas de todos los colores de épocas que los hacen eternos, portadas de bestsellers brillando en las ventas de la calle. Ese era el mejor plan de domingo.
Recuerdo que quise leer sobre kundalini y energía sexual. Mi papá me dijo que esas teorías no eran para personas jóvenes y que no iba a entender. Y pensé: si a los ocho o nueve años leí a García Márquez, ¿qué habría pasado si a los dieciocho hubiera leído sobre kundalini?. Comprendí que los libros no llegan cuando queremos, sino cuando la vida decide que podemos sostenerlo, por eso, creo que a la mano de ello, la escritura siempre se me adelantaba o se retrasaba, como si jugara con mis edades. Nueve años, más nueve más, igual a dieciocho. Nueve: el arcano de ermitaño que a veces soy. La escritura es el ermitaño, es como entrar adentro de ti. La escritura es un ejercicio del ermitaño en una soledad deliciosa.
Siempre quise parecer experta en lecturas o en literatura. Era una come libros. Me refugiaba en complicidades: las lecturas de libros de las clases de mi hermana Lina, la biblioteca improvisada de mis padres, un closet convertido en altar de libros y videocasetes rotulados de infinidad de cortos de tv. Hasta un camión del Colsubsidio cargado de libros cuando era pequeña y me sumergía en ella todos los miércoles en la tarde. Luego la Universidad de La Sabana donde trabajaba papá, su biblioteca en la U, la Curtis libro pesado de biología que cargaba a mis clases y mis primeras lecturas de artículos científicos de Nature y Science. Mi primera escritura científica fue un “review” con nota de 5 en genética sobre la relación de los genes con la psicología de la esquizofrenia. Siempre entre libros y escrituras intermitentes en todas partes.
La escritura también es cuerpo. Hoy celebro dos artículos publicados, menos una muela. Me entristece que se haya ido una parte de mí, pero curiosamente esa extracción destrabó la publicación. La escritura también es dentadura: duele, corta, mastica, pero sin ella no podemos alimentarnos. Es un poder expansivo, de manifestación y energía.
Mi mente es como el arcano cuatro del Emperador: cuatro lados de un cubo, la estructura de una silla, buenas bases pero rígidas e incómodas para la escritura. La escritura ha sido un desafío: mi mente científica a veces existencialista y sentimentalista. A veces es estructura y me desestructura, como que soy una perfecta desestructurada finalmente. Mi Quirón en Géminis duele, porque la palabra ha sido mi herida defectuosa y a la vez mi cura. Sofocante, como el perfeccionismo que me exige no salirme de ese cubo. En mí conviven los dos arcanos, mi compañero el emperador, ese científico y mi esencia la emperatriz, esa la libertad en lo artístico.
La escritura es cubo, pero también ave. Es aburrido editar, pero a la vez es liberación. Es éter: invisible a los ojos, las letras lo hacen visible. La temperatura de los pensamientos y sentimientos. Me gusta este tipo de escritura a capela porque me siento libre, me permito ser rebelde. Siempre rebelde en mis tiempos, pero hoy valoro lo aprendido en la academia: a veces es importante editar, maquillar bonito para que se entienda. La escritura me encanta porque ella no intenta entenderme y yo tampoco a ella. Es afable por eso, y muchos que intentan leerme se agobian al no comprender. Eso me parece bien: la escritura a veces debe ser entendida solo por unos pocos que en verdad quieren conocerme. A veces mis sentimientos son jeroglíficos egipcios, como mi escritura, como yo.
En los artículos científicos me costó descubrir mi valor: buscaba afuera lo que siempre estuvo en mí, apenas oculto por miedo. Los seres humanos nos autoencarcelamos, pero la llave siempre está adentro. La escritura ha sido mi terapia desde niña. Antes me importaba la aprobación de los demás, ahora ya no. Lo que escribo en mi Instagram de terapias, aunque lo lean solo doscientos cincuenta seguidores y lo comenten tres o cuatro, es suficiente. Es mi conversación conmigo misma.
La escritura es conversación: en el laboratorio, en el almuerzo, en un vagón de metro, en un audio interminable. Es compañera y manifestación de mi soledad. Nacemos solos, pero con compañías etéreas. La escritura es comprensión.
Quiero recuperarme y recuperar lo perdido. Sé que está guardado en mis registros akáshicos, aquí conmigo, listo para manifestarse. La edición es espera y, aunque mi Aries se aburre de ser paciente, reconozco que soy constante. La escritura es animalia: visceralidad de mi cuerpo, lo que investigo en plantas, suelo y microorganismos.
La escritura es visceralidad y música. Soy melómana y fanática del rock. Se lleva bien con los arquetipos del rock, con los cuerpos que escriben con rebeldía. Me gusta esa escritura que no juzga, que no quiere ser editada, que se sostiene en su imperfección. Algunos se ahogan en mi exceso de información, sin linealidad. Exceso de verborragia. Eso también soy yo. A veces me escondo y me maquillo de colores; otras muestro mi esencia en gris o en lo oscuro de ciertos barrios que habité.
La escritura me ayuda a integrar todo: luces, colores, sombras. Los matices son la realidad, aunque decepcione a quienes quieren ver todo en blanco o negro. Somos gradientes de luz, a veces claros, a veces oscuros. A veces ni yo misma me entiendo en la edición, pero he aprendido a aceptar que lo olvidado tal vez no era importante.


