Comerciante. Mamá de tres.

Alejandro Korn, Buenos Aires, Argentina.
Instagram: @sabri.s11

Estoy por cumplir cuarenta años, no sé cómo empezar a contar la cantidad de certezas que hay en mi vida. Hoy logro escucharme a mí misma como nunca.

Nací en 1985, mi aniversario de estar sobre este planeta será el 11 de noviembre. Siempre disfruté cumplir años, una fecha que siento mágica: 11 del 11, amo el número 11.

Puedo recordar todos mis cumpleaños desde mis cuatro años. Algunos detalles específicos, muchos llegan por una foto guardada, pero otros son más intensos como fichas de un rompecabezas de mi identidad, personalidad y visión de mis ojos sobre el mundo, sobre mis propios vínculos y manera de brindarme a otros.

Necesito responder: ¿fui observadora o protagonista?

Soy de las que necesita encontrar respuestas a todo.

Descubro un comienzo, se termina algo que da punto de partida a volver a donde me había quedado.

Se me ocurre llamarlo: Elegirme a los cuarenta.

 

Por relaciones de pareja, familiares, amistades durante mi adolescencia y años más jóvenes, me he dejado en último lugar y olvidé la escritura. Quiero volver y recordar de qué cosas estoy hecha, expresar todo lo que soy.

He sido una persona que se adapta. Adaptable a situaciones elegidas o no, pero hoy no entro en moldes ajenos.

Quiero mi propio molde con mis propias adaptaciones.

Fui muy simpática, empática y servicial. Siempre disponible.

Soy simpática por naturaleza, la empatía la regularía y mis actos de servicio a familia, comunidad, amigos, casi que los abandonaría, sin embargo, es mi esencia, la que me hace ser quien soy, pero sin dejar de lado mi sueño de escribir.

Escribir es una forma de parar el tiempo, parar el mundo para darme tiempo a mí.

Elegirme a los cuarenta es entender que no se trata de tener razón o de agradar, sí de ser más yo misma. No demostrar externamente, pero sí internamente. Ir por lo que soy.

Los cuarenta llegan develando algunas sombras: una de ellas, la mala administración del tiempo, hay algo que me lleva a querer tomar el control de muchas cosas, se da en automático. Se basa en pensar muchos temas en un tiempo corto, pasearlos en mi mente, seguido de una parálisis por análisis excesivo que me domina. Resultado: frustración y culpa.

Escribir me ordena y clarifica esas exigencias que solo viven en mi cabeza o “saltan como monos locos”, una expresión de mi psicóloga. 

Escribo y se aquietan. 

Empezó a haber silencio donde antes había ruido y puedo sentir la acción.

Durante mucho tiempo, vivir fue sinónimo de adaptarme: a los demás, a las expectativas, a lo que parecía correcto o admirable. Agotador. 

Aprendí, desde temprano, a complacer, a encajar, a disfrazar las ganas propias con los deseos ajenos. Trabajé para cumplir, amé para no estar sola, dije sí para que me aplaudan. ¿Fui lo que los otros querían? La hija obediente, la pareja estable, una buena madre, la profesional exitosa. Sin embargo, ¿quién soy yo cuando nadie me está mirando?

A los cuarenta, esta pregunta se instaló como un susurro constante. Entiendo que tuve la suerte de haber vivido lo suficiente para darme cuenta que elegirme no es un acto de egoísmo, sino de responsabilidad. Es, en realidad, un modo profundo de no mentirme más.

 ¿Si me elijo, puedo perder? Quiero dejar atrás lo que ya no vibra conmigo, aunque haya sido valioso. Renuncio a máscaras, a vínculos, incluso a ciertas versiones mías que ya cumplieron su ciclo. Es un reencuentro: con lo que amo de niña, con lo que dejé para después, con lo que arde todavía en mi corazón y puedo imaginarlo.

Después de tomar notas sueltas, dejando fluir mis ideas, me abro a explorar todo lo que sí soy y me siento libre.