Lic. Cs. Sociales y Humanidades. Coach Organizacional.

Córdoba, Argentina.
IG: @nati.bre

El perro pequinés.

— ¿Cómo hago para no pensar? Estoy asustada, sigue ahí, ¡duele eh!

—Buscá un recuerdo lindo, algo que venga solo —me dijo como si nada.

—Vamos a ver cómo es, el reino del revés —comencé a cantar para mis adentros. 

—Quietita, no te muevas —me gritó del otro lado de la cabina mientras disparaba.

—Que usan barbas y bigotes los bebés, y que un año dura un mes.

Y el pánico se iba. No tenía idea cuántos minutos pasaban. Horas, años, vidas, no sé, pero funcionaba. ¿Quién iba a decir que esas canciones me servirían para domar huracanes?  En los momentos que más las necesitaba, abría el repertorio y me iba de viaje con el perro pequinés a derretir tumores. 

En esa época aprendí muchas cosas. Aprendí el significado de la palabra paciente. Horas interminables de espera viendo gente calva caminar por los pasillos.  Si eso no es paciencia… ¿la paciencia dónde está?

También sentí el gusto por la escritura. En tiempos muertos, antes de entrar a la quimio, la dejaba a mi vieja haciendo guardia y cuando tocaba mi turno me iba a buscar. Yo subía a la capilla del cuarto piso y me sentaba al lado de la ventana. Era el lugar más lindo del hospital. Mi escondite preferido. Ahí podía crear mundos distintos, menos dolorosos. No había mucho más por hacer, ¿o sí? El silencio era absoluto, solo venían algunas familias a llorar, pero la mayoría de las veces estaba sola y escribía. Descubrí que escribir es como el momento antes del amanecer. Es como un miedo ciego, perdido, que no encuentra referencia. Un momento frío, donde el silencio aturde. Y de golpe ¡clic! El cielo se abre, los colores aparecen, van mutando y me inunda, me abraza, me cobija, me transforma.

Pero en realidad, esta historia viene de mucho antes. Yo misma pergeñé mi muerte. 

La idea la fui amasando en la secundaria, después de cumplir los quince. 

Ellos se burlaban de formas graciosas, no lo voy a negar. Al menos eso parecía, se divertían mucho. Menos yo. Nunca entendí por qué, ¿por qué a mí? Cuando pedía permiso para ir al baño, me gritaban desde las ventanas “Bonadeo gordo feo”.  El colegio entero cantaba cuando yo aparecía en escena. Era insoportable. Cada vez que me los cruzaba, empezaba el coro y con eso, las carcajadas de todos.

Una vez fui rápido a comprar algo a la cantina. Llegué al aula corriendo, si sonaba el timbre me alcanzaban. Tenía que resolver rápido el escape antes de que el Gordo de Bonadeo se apoderara de mí. No sé cómo, pero siempre se las ingeniaban. Ese día nos habían pedido para Lengua que lleváramos diarios para recortar. Cuando por fin me siento a comer la merienda, descubro en mi banco la foto de una mina obesa, desnuda, que habían encontrado para la burla del día. Fue espantoso. Además, habían aprovechado para choriarme la plata del almuerzo. Sí, todo eso, en menos de diez minutos. No aguantaba más, llorar no alcanzaba. Les pedía a los profes que hicieran algo, pero no tenían idea de cómo plantearle el problema al Vicegobernador. Corrían el riesgo de aparecer en las noticias y no podían blanquear que su hijo era el líder de la mafia de los coreutas.  

De todas maneras, ¿a quién le iba importar que yo quisiera morirme?  

Me las tuve que aguantar, solita y sin chistar, con toda la impotencia del mundo.  

Yo quería que me entendieran y vieran lo que estaba pasando.  Era un laberinto sin salida. Esos años sentí el coqueteo del suicidio, pero vaciarle el botiquín de ansiolíticos a mi vieja no iba a resolver la historia. 

Por suerte me puse de novia con uno que me dio bola. A él no le importaba el estribillo de Bonadeo y eso me aliviaba. Pero me obligaba a hacer cosas que yo no quería. No sé qué era peor: si el gordo o mis dientes apretados cuando me enchastraba entera debajo de la cucheta. En ambas situaciones yo solo tenía que aguantar. 

Cuando cumplí veintidós me dejó, o yo a él, no sé bien. Pero tuve ganas de dormirme para siempre, otra vez. Estaba confundida. No tenía idea de dónde agarrarme, no sabía quién era ni para qué había venido al mundo. 

¿Así que te querés morir? Me dijo el Barba. Ahí tenés. Y me enterró un limón en el pulmón izquierdo.  

Con el tiempo entendí el poder de mis intenciones y el de los protocolos médicos. Había que respetarlos a rajatabla, sino chau. Cuando me sentaba en el sillón de quimio todo mi cuerpo se desvanecía. El cáncer no duele, lo que duele es el tratamiento, lo que duele es darte cuenta cómo llegó a tu cuerpo. 

Estábamos todos igual, estacionados de blanco, encadenados al caño del suero, viendo como algunos se iban. ¿Cuándo me va a tocar a mí? Pensaba. ¡Pensaba tanto! Mi cabeza iba a mil, mi cuerpo a cero. Ahí me cayó la ficha. Yo en realidad quería quedarme y la escritura era lo único que me aseguraba vida eterna. 

En ese sillón estaba pariendo una nueva mujer. No sé de dónde salieron las fuerzas, pero yo imaginaba todo lo que iba a hacer cuando saliera. Escribía todo. Tenía medio achicharradas las venas, moretones por todos lados, a veces no podía ni agarrar la lapicera. Yo seguía escribiendo, vomitando todo. Me daban ganas de vivir, estaba descubriendo un motivo, me ayudaba a transformar el dolor que sentí por años. Quería que esas ideas no murieran, aunque yo misma no pudiera vivirlas. Quería darles otro significado. Quería crear otro glosario. Quería darme el gusto de transformar la mierda que amasó mi tumor, aunque más no sea en palabras. Quería dar a luz esa mujer que estaba naciendo. Quería trascender. 

Después me dieron el alta y me olvidé. Ya solo con haber vencido aquella guerra, me declaraba victoriosa y lo que menos quería era ponerme a remover ese guiso vergonzoso. ¿Para qué? Pero, soldado que huye…

Después de varias cuarentenas me volvió a picar el bichito de escribir, de contar esta historia, ¡otra vez! No sé bien por qué, ¿de dónde salen esas ganas? ¿Qué hay detrás? Si yo ya tenía todo resuelto. ¿Para qué meterme de nuevo a batallar con esos monstruos? ¿Para qué escribir esto? 

Hace unos meses, de la nada, tipo tres y media de la mañana, me encuentro igual que en la quimio, apoltronada al lado del calefactor, envuelta en una colcha bajando pensamientos para que no se me escapen. Escribo desaforada, y lo saboreo como si fuese el último chocolate del naufragio. Exhalo mi inspiración y me siento más despierta que nunca. ¡Qué contradictorio! ¿No?

Llegué a la conclusión que escribir es una resurrección, un montón de vidas encarnadas, liberadas, transmutadas. Extremos que se unen, que se miran al revés, como las canciones de María Elena, como el infinito, un llegar, un volver a empezar. 

En realidad, lo que yo siempre quise era renacer. Para eso hay que morir.  Y esto es lo que acaba de suceder. 

Señoras y señores… ¡Ha nacido una escritora!  

Me declaro viva. No me callo más. Esta soy.