Docente. Educación física, psicomotricidad y educadora en formación docente.

Santa Fe y Córdoba, Argentina.
Instagram: @mariaclaudiamerich

La brújula sin norte.

Ella estaba ahí, inmutable. Las aguas rodeaban sus curvas, marcaban su contorno. Un brillo especial y una presencia imponente. Se regocijaba con el sonido de los pequeños saltos que el arroyo hacía a su alrededor.

Lucía dura y calma, me invitaba con suavidad a que tanteara sus asperezas, con prisa antes de que el cauce del río, en un laberinto de espejos húmedos, la tapara.

En esa hermosa piedra estaba yo. Necesitaba escribir, animarme a extender la mano y el corazón. Deslizar palabras teñidas de nostalgia y entusiasmo, con la certeza de iniciar un viaje de incertidumbre.

Desde allí veía los árboles bendecidos con los últimos rayos de sol. Elevaban su follaje verde y ocre, a pesar de sus sombras. Se desplegaban con euforia hacia la luz.

Me pregunté si, al revés de ellos, la escritura sería para mí una brújula sin norte, que no logra encontrar la luz.

Busco incesante ese talento, se me escapa como el agua caprichosa del arroyo.

Miro el atardecer en la montaña, convencida que empezar a escribir se me ofrece como un túnel con muchas salidas. Pedaleo en una bicicleta sin manubrio y, en equilibrio, intento encontrar el camino de la escritura. 

Recuerdo que siendo muy chica, primeros años de la escuela primaria, cuando el universo de la lectura me abrió las puertas, vi con curiosidad la mesita de noche de mi papá. Siempre con dos o tres libros apilados. Él los retomaba antes de dormir.

Aún se me aparece su cara con lentes, devorando las páginas con entusiasmo y atención, antes que el sueño lo cobije en su cama.

Cuando pude dar los primeros pasos en la lectura, descubrí ese gozo de avanzar por los textos con curiosidad y misterio. Imaginaba las situaciones y disfrutaba de las historias.

Repetí el hábito de leer de noche, todo lo que se cruzara por mis manos, todo. Lo tradicional como Tom Sawyer, Corazón Valiente y Mujercitas, que me facilitaba mi madre, que era maestra, hasta el Principito, que en mis doce años me maravilló con sus metáforas.

Pasé mi infancia sostenida en estos relatos. Mi adolescencia encontró abrigo en libros de todos los géneros, como El Martín Fierro o el Pájaro canta hasta morir, Kahil Gibran o Iniciación a la filosofía.

Leer era un juego, un goce con aroma a montaña, a arena y agua, a durazno y vainilla. Admiraba el talento del escritor, la capacidad de poner en palabras emociones desplegadas en historias.

Y así transcurrió la vida. Me pasó por arriba, me giró para todos lados, me construyó y me desarmó. 

La profesión, la familia, el trabajo, las mudanzas, los aciertos, los errores, los años y los daños. Dejaron huellas que, a cada rato, me confrontaban a renacer.

A los cincuenta y tres años me animé. Con mucho miedo y coraje pegué un volantazo y cambié mi rumbo. Me quedé sin brújula.

Busqué nuevos horizontes con sensatez, con convicción. Respeté mi latido y mi intuición. Me arriesgué. Es mi elección. 

La vida es hoy.

Y en este derrotero, con la única certeza que tengo, de que por delante hay mucho menos tiempo del ya vivido, me lanzo en búsqueda incesante de una nueva vida, que se despliega ante mí como un misterio.

Entre búsquedas y misterios, la escritura se me presenta como una posibilidad. Un respiro y un enigma. 

Sé que escribir me transforma, me traslada al cielo, a lugares y sensaciones que una no siempre tiene a flor de piel, como lo hace en mí la lectura. 

Andar por los renglones, o sin ellos, es un desafío que me cuesta sortear. Quizás como el agua entre las piedras, o las ramas entre el sol.

Acá estoy. Intento una vez más. Animándome.

Buscando brújula, como siempre digo cuando ando disparada por el cosmos o distraída con los avatares que nos ofrece la propia existencia.

Escribir es un anhelo. Iniciarme en la escritura me reconforta, me completa, me transporta a ese recuerdo tan profundo, como cuando veía a mi papá, tan lejano y tan cerquita, disfrutar de las lecturas y compartirlas conmigo.

Desafiarme a escribir me conecta con nostalgias, pasado, olores, palabras y tiempos idos. Una mixtura entre realidad y fantasía, una alquimia entre pocas certezas y plena convicción.

Aceptar la incertidumbre es una invitación a encontrar esa brújula que me oriente a descubrir el tesoro escondido de la escritura, como se atreve el río sorteando rocas o aquellos árboles, quietos y anclados, que son capaces de abrir el follaje en busca del sol. 

Así, contra todo pronóstico, con luces y con sombras, con insistente serenidad y fuerza arrolladora, me arrojo para que aparezca el don de la escritura y escucho a los lejos la voz de mi papá que me dice:

―Apagá la luz, Negrita. Mañana seguís leyendo, hija. Es hora de dormir.