Técnica cardiología.

Bella Vista, Buenos Aires, Argentina.
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Sintonía de historias.

Escribir es un plato de minestrón recién hecho por Tere, mi mamá. Sentir el aroma de las verduras frescas con todos sus colores, tomar el primer sorbo y encontrar el parmesano rallado. Escribir es el sabor de una comida preparada con amor.

Escribir me permite plasmar mi pensamiento, mi voz y mi mirada del mundo. Lo que me emociona, me conmueve. Puedo hablar de mis miedos a través de los personajes, del amor, la soledad, del milagro de la vida. 

Recuerdo una escena de mi novela en que era tan fuerte la emoción del personaje, que sentía palpitaciones. Veía cómo le temblaba la mano. Tal vez porque, como dice Rosa Montero en su libro “El peligro de estar cuerda”, quienes escribimos estamos un poco locos, tenemos un mundo paralelo.

Las imágenes, los sucesos y los personajes se adueñan de tal manera, nos habitan. Y nos prestan su voz, nos dictan los diálogos ¿serán las musas? o ¿será que no estamos tan cuerdos?

Escribir es un acto infinitamente creativo, sanador, luminoso. Este es el inicio de un camino poblado de historias, para ser más exactos este es el Capítulo uno.

Escribir son los zapatos rojos de Dorothy, que me llevan por el camino de la fantasía hacia mundos impensados. Escribir es dejarme atrapar por un cielo estrellado. Escribir tiene aroma a gardenias. Escribir es saltar de la bañera corriendo para tomar nota de una idea y que no se me pierda.

Escribo también cuando me pasan cosas difíciles, cuando las emociones me atraviesan. Escribí cuando fui al hospital a ver a Nana, mi tía del corazón, cuando falleció la abuela Tota, cuando me miré al espejo y vi que tenía una parálisis facial.

Escribo en el tren San Martín entre Bella Vista y Villa del Parque. En el colectivo 53 y en el 176.  En consultorio después de poner los holters sentada en el sillón, con un mate cocido escribo en la notebook. En el hospital esperando pacientes tomo notas en el celular. En un recetario anoto nombres que me llaman a la atención. En la sala de espera del odontólogo, también libreta en mano y a escribir. En una cafetería cualquiera, viendo de fondo la gente que va y viene. Escribo siempre.

Escribir es despertarme de madrugada y encontrar la resolución de un conflicto de mis personajes y emocionarme hasta las lágrimas. Así de fuerte es escribir para mí.

Y en mi refugio, al que llamo “baticueva”, que es mi centro de operaciones, reúno lo que escribí en el celu, en un papelito o en el recetario. Es una habitación pequeña donde me acompaña el arbolazo de navidad, mis acuarelas, mis pinceles, los libros, portarretratos con fotos de mis seres queridos y recuerdos. Más un gran espejo frente a mí, detrás de la computadora.

Escribir también es escuchar las historias de vida de mis pacientes.

Casi todos mis personajes se basan en personas reales, pero en otro contexto, me prestan su forma de ser para crear personajes únicos, que no son calcados, tienen una forma, un modo de decir y hacer. Por ejemplo, en mi novela, Don Luis es el dueño de una marmolería, en la realidad es mi remisero de confianza. El capataz de Los Robles es Don Carlos, un paciente que conozco desde hace años y me contó de sus veraneos de niño en las sierras de Córdoba. Roxana mi amiga de la infancia, es la mejor amiga de la protagonista de mi novela.

Recuerdo estar pensando qué nombre le pondría a un personaje de mi novela, se me ocurrió que podría llamarse Augusto. Saliendo del dentista tomé el colectivo 132 y sobre la Avenida Rivadavia vi un cartel “Augusto parrucchiería”, ahí mismo me convencí.

Otra mañana estaba escribiendo una escena donde aparecía un gato. Salí de casa y en el ventanal del vecino vi un gato negro que me miraba con sus grandes ojos amarillos.

Soy muy visual, veo las escenas como en una película, donde todo sucede ante mis ojos. Camino las calles por donde transitan, me voy a esos lugares con mis personajes, por eso también me emociono mucho, porque lo siento real, vívido, como si estuviera ahí. 

Siento el aroma de las lavandas o la humedad del barro en los pies.

He llorado muchas veces en el colectivo escribiendo, casi sin poder ver el teclado. Yo estoy en mi mundo, no me importa lo que pasa alrededor. Me bajo y sigo escribiendo en la vereda. 

El viaje se transforma en un escritorio móvil, donde desaparece el entorno y me adentro en mis historias. Mientras viajo a San Miguel, veo cómo se despiden en medio de una tormenta dos de mis personajes amados. Imposible no conmoverme. 

Por eso creo que es tan mágico escribir.

Funciono como un radar que capta y busca elementos para nutrirme y escribir. Es como sintonizar tonos hasta lograr la melodía. Es agarrar los ingredientes para preparar un plato nuevo. 

No dejo de sorprenderme y, claro está, pongo de mi mirada, los colores, los aromas, el canto de los pájaros, una tormenta pueden ser los disparadores de una nueva situación. 

La música también me moviliza, me dejo llevar por el sonido, por lo que provoca en mí, veo a mis personajes enamorarse, llorar, reírse en un sinfín de situaciones. 

Escribir, como pintar con acuarelas, tiene un poder sanador, cuando me sumerjo en este maravilloso río de palabras y colores soy feliz. Mis miedos se transforman, es el recorrido hacia el final de la obra, que espera ser observada y apreciada por la mirada de otros, a los que podrá gustarles o no, pero al menos creo no serán indiferentes. 

Escribir es trascender, es quedarse para siempre, sí, para siempre, es muy fuerte decirlo y me ilusiona que así sea, que cuando yo ya no esté aquí alguien vea un cuadro o lea una historia mía.

Una historia que llegue al corazón de muchos, alguien que se emocione, que transite como yo las callejuelas de Beyrie, que no conozco, pero con solo nombrarlo me parece ver un atardecer en sus colinas. Eso quisiera, que quien lea mis historias pueda volar con su imaginación, pueda emocionarse igual que yo, como cuando viajo en el colectivo y no puedo contener las lágrimas.

Será la forma que he encontrado para quedarme dormida entre las páginas de un libro. Alguien, no importa quién, cruzará el puente de palabras que brotaron desde mi corazón. Y en esa emoción, yo volveré a sonreír.