Docente.

Santa Fe, Argentina.
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Mi madre decía que mi papá tenía los ojos negros como el olvido. Lo decía seguido. La primera vez que la escuché me asustó, imaginé los ojos de mi padre y de verdad sentí un gran vértigo. Con el paso del tiempo me acostumbré a esa sensación y supe que sería una frase que me acompañaría toda la vida. Y sí, ¿qué otra cosa me llevaría a él más que el olvido? Por eso, tal vez, escribo. Para volver sobre el recuerdo de sus ojos negros y, mientras pienso esto, trato de definir el contorno de su rostro para que no se me escape. 

Escribo para no olvidar, porque la escritura para mí son las aguas por las que navegaban los barquitos de papel que me enseñó a hacer mi abuelo Antonio. Las mismas aguas que aún hoy sostienen mis sueños. El abuelo vivía a setenta km de distancia de mi casa, visitarlo era todo un acontecimiento, el gran viaje. Cuando subía al auto de mis padres empezaba a rogar que el tiempo acompañe –como decían los grandes-. Que acompañe mis ganas de que, por lo menos un día lloviera para que las hojas de los periódicos llenos de letras se convirtieran en las embarcaciones del cordón de la vereda y salieran a chocarse con las ramas, a encallar en los adoquines. 

Era un tiempo breve, duraba hasta que mi abuela se daba cuenta que volvía a llover y me estaba mojando. Entonces retaba a mi abuelo y me persuadía con un mate cocido con leche, dulce y calentito. Por eso hoy no uso paraguas. Hábito que suele incomodar en la ciudad. Hace unos días, esperando el colectivo, yo intentaba registrar con la cámara del celular cómo caían las gotas de lluvia sobre un charquito. En ese instante se acerca alguien y me cubre con su paraguas en silencio mientras yo terminaba de hacer el video. Cuando miré, era un chico de no más de dieciséis años, preocupado quizás por el daño que pudiera sufrir el equipo, el video o mi salud, no lo sé. Le agradecí su gesto y sin mediar palabra se fue. Quién sabe qué historia de su vida lo detuvo ahí, pensé envuelta en el aroma del mate cocido de la abuela. 

Habitar es decidir cómo vivir, qué cosas hacer, cuáles evitar; es dudar, no saber cómo seguir, sospechar que nada empieza con el primer aliento ni acaba con el último. Que me diluyo en la oscuridad cuando el sol se pone, que soy viento que roza las montañas a salvo de la duda, sin recuerdos, sin historia, sin nombre y sin fronteras. Que soy el sonido contundente que de a poco asciende hacia la superficie para no olvidar la claridad y la altura cuando sale el sol. Que me contienen la gravedad y los bordes del sendero, que soy presencia y forma, definición, volumen, claroscuro, color, materia, mixtura, paisaje. 

Y mientras tanto mis fantasmas que no quieren ser olvidados, se van haciendo lugar acurrucándose en las yemas de los dedos. Porque la escritura también es ansiedad, es esa fuerza incontrolable que mueve mis manos en sincronía con las ideas. 

Cuando era adolescente siempre escribía así, no había celulares, entonces llevaba un cuadernito en mi bolso, atenta a que el aspecto se pareciera más a un útil escolar que a un diario íntimo, perfectamente camuflado. Y tiraba con ferocidad lo que sentía sobre el papel. Después lo desechaba; no conservo nada de aquellos momentos de furia encapsulada en biromes. Nada estaba a la altura del cuento que había leído en el segundo año de la escuela secundaria de Bécquer: Los ojos verdes. Muchas noches pasé despierta imaginando demonios con esos ojos. Y me preguntaba cómo hacer para lograr esa sensación con mis escritos. Ningún texto de mi autoría pasaba la prueba. Amaba leer, pero no me gustaban los análisis sintácticos y las conjugaciones verbales de la hora de Lengua y Literatura, los soportaba hasta que llegaba lo realmente atractivo, leer historias. 

Con el tiempo fui mamá, y mucho de lo que necesitaba decir quedó en un par de cuadernos, uno para él, otro para ella y los conservé hasta que consideré oportuno regalárselos. Recuerdo que busqué el momento y en una pequeña ceremonia hice entrega de mis sentires. Otra vez, la escritura aportando la distancia justa para ordenar tanta intensidad. 

Hoy, después de veintiséis años, sola en casa, los inviernos volvieron a ser muy fríos. Mis pies siempre están helados. Me despierto pensando en mis hijos y sé que todo está bien. Me levanto, preparo el desayuno, y entonces la ausencia se llena de ideas que se convierten en frases y le imprimen verano al papel y a mi alma. Y me pregunto si los últimos deseos que mi padre dejó escritos cargados de esperanza para un país desolado y que recuperé después de su muerte, podrán ser vistos por él a través de mis ojos o quedarán olvidados en el abismo negro de los suyos.