Martillera/ Consultora Psicológica/ Astróloga/ Facilitadora en EFT, coaching, PNL y otras. 

Florencia Varela, Buenos Aires, Argentina.
Instagram: @aandrealuceroo

Escribir. 

A mis nueve años empecé a leer y supe que quería ser escritora. Mi mamá supervisaba lo que leía por mi edad y porque solía tener sueños feos. Escribía, pero me parecía tonto. Era una nena feliz. Y yo sabía que ese era el impedimento para escribir algo interesante. Mi mundo emocional era una pelopincho, cero profundidad. Los verdaderos autores tienen vidas horribles, vidas de mierda. Fantaseaba catástrofes familiares y pedía a Diosito que protegiera a mi mamá y a mis hermanos. Horribles cosas pasaban en mi mente, despierta y dormida. Tan tremendas que me las callé. A los once años me regalaron un diario en el que nunca escribí. Si alguien leía mis oscuros pensamientos, terminaba en un loquero. Solo le contaba a mi mamá mis pesadillas porque pensaba que me eran ajenas.

Algo raro me pasaba. Recuerdo cuando la maestra nos leyó “Lo fatal” de Rubén Darío. Se me movió un bicho en la panza, como un ciempiés, cuando escuché:

“… y la carne que tienta con sus frescos racimos,

y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,

¡y no saber adónde vamos, 

ni de dónde venimos!”

Mi vida siguió un curso común, la educación formal, una profesión para sustentarme, amigos y parejas. El escondite perfecto para escaparme de mi monstruo interior. Sonriendo y funcionando como un conejito a pilas.

Pero los sueños, los amados y espantosos sueños. Llenos de aventura y color me despertaban. Empecé a escribirlos cuando vivía sola y nadie podía curiosear en mi escritorio. Ese otro mundo, esa otra realidad, caótica, secreta, me prometía sentido. Pero la curiosidad y el miedo no se ponían de acuerdo.

De chica veía un programa en la televisión: el agente 86. El protagonista pertenecía a una organización llamada Control y ellos eran los buenos. Era muy fácil, en los programas de esa época, identificar los bandos. Los malos me generaban una curiosidad fascinante, sobre todo su centro de operaciones que jamás se mostraba: Caos. 

Esa palabra me seduce como canto de sirena desde la infancia. Caos, mundo creativo, infinitas posibilidades. Magia. Como un taller donde pudiera hacer cualquier cosa. Saborear los colores como si fueran jugosas frutas o postres. Mmm… ¡bebidas, pócimas!

Un lugar sin acás ni ahoras que me limiten. Caos.

A veces, por arte de magia o insistencia, por oficio de escribir también, logro traer algo de aquel mundo. Antes de que la criatura caótica se esfume. Es un pequeño instante en el que mi parte vigil está activa y mi parte onírica también. Un puente. Una puerta que conecta los dos mundos. Mercurio entiende y escribe lo que Neptuno expresa en otro idioma.

Un momento en que “coexisto” en la superficie. Escribo. Solo así me salvo. Me salvo de la vida, que es a quien temo. La muerte, estoy segura, es caos.

Cazar un pensamiento es de lo más difícil. Son seres de otro mundo, incorpóreos. A veces cruzan la frontera sin que yo me dé cuenta. Aunque siempre estoy esperando atraparlos.

Muchos son tenebrosos. Muestran una cara o una figura humanoide en alguna pared, en alguna madera, una sombra. Algo quieto o momentáneamente estático, como la arena de la playa o hasta una bolsa de plástico que muestra una figura del otro mundo unos segundos y luego se desarma usando el viento.

Pero a veces cobran vida. Sucede en esos instantes entre la vigilia y el sueño. Soy muy consciente de esos instantes. Llevo una vida practicando.

El más zarpado que viví me ocurrió por varias noches consecutivas. Jamás estímulo mi mente con cosas de terror. No me gusta tener miedo. Y siempre tuve miedo a mi mundo interior, como a mi gata negra, pero ese es otro cuento.

Justamente la aparición que quiero contar tiene algo felino. Yo estaba en mi cama dispuesta a dormir y, en ese fugaz instante entre los dos mundos, con el sigilo con el que los gatos buscan acostarse con uno, una horrible y cadavérica mujer se metía en mi cama. Desperté, aunque aún no dormía. Aclaro, no es que la haya visto, solo sé cómo era. Volví a cerrar los ojos. En el mismo momento en que sentí que me estaba durmiendo, ella en cuatro patas, muy suavemente se metió en mi cama. Otra vez el frío en la espalda, entre los omóplatos, adentro.

Me acuesto de espaldas con la intención de ahuyentarlo. Boca arriba. Aprendí a hacerlo cuando era chica. Cómo los muertos en el cajón.

No había leído a Edgar Alan Poe. Mi gata negra se llama Plutona porque soy astróloga. Una vaquita de San Antonio dorada se posó varias veces en mi brazo. Y escuché a mi papá decir:

―Nunca más, nunca más, nunca más. 

Mientras sacaban el inerte y anciano cuerpo de mi mamá de la casa. 

¿El oscuro y maravilloso mundo de Poe se conecta en algún pasillo secreto con el mío? ¿Es el inconsciente colectivo que nos propone Jung? 

Fue un gato negro el que me llevó a leer a este autor, ya a mis cincuenta años. Primero soñé con el gato. Luego el gato comenzó a aparecer en este mundo. Una noche me desperté y vi su silueta quieta en la ventana. Dura, googlé gato negro y encontré a Poe. La mágica negrura de esos relatos me conectó con los míos. Abrí de par en par las puertas a mi cueva interior y entré. Unas grandes alas negras me salieron en la espalda, el miedo se convirtió en poder. Sin pensarlo me di permiso. Tomé mis tenebrosas historias y creé un monstruo poderoso. Un ser temible que me comió. Morí, para poder vivir.