Ama de casa, artesana.
Arrecifes, Buenos Aires, Argentina.
Instagram: @danaaldana_
Mi unicornio.
Toda manifestación de arte me cautiva.
Soñé con ser filósofa, actriz, pintora, escritora, fotógrafa, música, tocar el violín, el saxo, el bajo o la guitarra.
La música es vibración. Me encanta ser atravesada por esas partículas que ponen en movimiento el alma.
En fin, soñé.
Soñé como sueñan los niños y me dejé atrapar por las fantasías.
En el afán de cumplirlas todas, terminé siendo la persona más hipócrita y cobarde que conozco.
Incursioné en cada uno de estos mundos, pero nunca tuve el coraje para elegir ninguno.
Eran tan amplios y profundos. Me resultaban abismales y temía la caída.
Salta. Cree. Crea. Me repetía aquella voz, pero mis músculos estaban paralizados. Inmóvil frente al abismo, mi mente experimentaba el terror de caer en el vacío. Sentía sangrar la herida. Agonizaba frente a las infinitas posibilidades. No tenía herramientas para decidir y hallar la certeza, el propósito. Todo era posible y, con el todo, yo me perdía en el éter de la nada. Moría por vivir.
“Condenados a ser libres” dijo Sartre. No encontré cadenas más grandes que me esclavizaran. Justo allí, se clavó mi ancla. Necesitaba seguridad. No podía soportarlo más, estaba a un paso de ser internada en la salita del barrio, pero no tenían curitas para las dudas.
Aquel día, harta de realidades paralelas, dimensiones desconocidas y multiversos, tomé la decisión fatal. Dejé de estudiar filosofía. Abandoné las clases de teatro. Guardé mis acrílicos en una caja. Vendí la Nikon con el flash intacto. Regalé la guitarra. Tiré los escritos de adolescente enamorada que entonces firmé bajo el seudónimo de Fiama.
Decidí que viviría mi vida como la viven la mayoría de los mortales que habitan este planeta llamado Tierra: sin tanto cuento.
Mejor olvidarlos. Dejar de pensarlos y extraviarme en ellos. Mejor concentrarme en lavar los platos, tender la cama, barrer los rincones y sacar las telarañas.
Fluir en el río de lo cotidiano, remar contracorriente agota demasiado y no asegura lo extraordinario.
Me distraje bastante, ocupé mi agenda ensimismada en el rol de madre y, cuando creí que aquella vida había sido la ficción de alguna novela leída, volvió. Inevitable. Ambigua como siempre, intensa como nunca.
Es curioso.
¿Por qué será que a la voz le gusta tanto la madrugada? El silencio, la luna y las estrellas. ¿Le asusta el alba? ¿La luz del sol la calla?
“Guerrera insaciable. Hechicera de bares. Flores, mariposas, llamador de ángeles. Melodía diáfana.”
¡Benditas sean las palabras!
Escribo para no olvidar los ingredientes de un mundo que no es real, pero me habita.
Escribo porque soñé que soñaba que finalmente caía en su abismo. Sentí pavor cuando descubrí que no me alcanzaban. Eran inmensas. Colosales.
Ellas Goliat y yo David, tirando la piedra para derribar el miedo que da la eternidad.
Escribo para no morir. Son las armas más leales que encontré.
Las palabras son la afilada daga que penetra en lo más profundo de mi ser y, paradójicamente, me salvan.
Les hago frente, aún incrédula, rota por falta de valentía, desmembrada por la carencia de una única verdad, igual alzo la mano. Me toca. Juego mi última carta. Canto retruco. Es hora.
Fueron las dudas las que me guiaron hasta acá. Las preguntas me esculpieron. Pinté con puntos suspensivos todos los interrogantes. Perseguí la perfección, incluso sabiendo la vanidad de mi utopía.
Mi lucha interior se convirtió en la guerra de mi vida que, lejos de ser fría, me quema.
Escribir es tener un fuego eterno ardiendo en el alma. Purifica. Renueva. Restaura.
Muestro orgullosa las cicatrices que me dejó la batalla y, cuando alguien me pregunta:
— ¿Qué es escribir para vos?
A mí solo se me cruza una imagen:
—Escribir es un unicornio de cuerpo azulado y alas plateadas cabalgando furioso al país de los sueños abandonados.
Salta. Cree. Crea, dice en bucle la voz. Últimamente, resuena más grave en el eco de cada madrugada.
Bienvenida a este mundo, Fiama.