Docente.

Río Ceballos, Córdoba, Argentina.
Instagram: @eli_tulian

Alas de libertad.

Cuando era chica me dejé llevar a un mundo de relatos, anécdotas divertidas que me contaba el abuelo cuando mateábamos junto a la cocina a leña. Sentadita en una silla pequeña escuchaba el narrar entretenido del abuelo.

De vez en cuando llegaba al campo alguna visita, con mi hermano salíamos juntos a acompañar y contar lo que sabíamos del lugar. En ese momento nos convertíamos en un libro abierto de nuestro paraíso. Muchas de las cosas que decíamos sorprendían a los visitantes.

El trajinar del día a día era muy divertido, por las mañanas a ensillar los caballos y salir para la escuela. En el camino nos encontrábamos con nuestros compañeros. Después de andar una hora, llegábamos a la escuela. El momento de compartir con quienes no eran de nuestra familia. 

La maestra nos invitaba a escribir composiciones o poemas. Recuerdo La vaca estudiosa, Un cuento viruento, Canción de jacarandá, Canción de tomar el té y las otras canciones que cantábamos en los juegos de los recreos.

Volver a casa era otro viaje, pero a la vuelta se armaban los recitados, las payadas y contrapuntos o guerras de canciones.

Al llegar a casa, mi mamá ya había completado todas las tareas del hogar y nos esperaba con algo rico para la merienda. Mientras tanto escribía su diario con las tareas realizadas, ahí también registraba el hecho importante de cada día: nacimientos de animales, el estado del tiempo, juntadas, carneadas, vacunación, yerra. Cualquier hecho era tema de escritura. Ella solo tenía tercer grado y yo admiraba su letra y su escritura sin faltas de ortografía.

Por eso para mí la escritura es ese plumerito de diente de león que encuentro en el camino, lo miro, lo soplo y escribo en el aire ese deseo que quiero que se cumpla. Es esa lapicera que hacía bailar mamá en su narrar del día a día. O esa pluma de pavo real con tantos colores tornasolados que hace volar mi imaginación. O esa llama ardiente que veo dentro del horno a leña, me distrae y me deja concentrada en sus raros movimientos.

Pero llegó la secundaria y tomé una decisión: alzar vuelo. Les pregunté a las monjitas si me llevaban con ellas a aquel lugar desconocido del que yo veía que siempre llegaban niñas adolescentes. Y partí sabiendo que esa era mi única oportunidad para seguir estudiando. Así llegué a la ciudad, un mundo lleno de ruidos y murallas, donde el silencio no se encuentra tan fácilmente. Sentía que había perdido mi paz y mi libertad.

Fueron momentos de muchas emociones encontradas. Si quería estudiar me tenía que acostumbrar, porque si abandonaba se me acababan las oportunidades de llegar a ser “alguien”, como me decían en aquel momento.

Mi mundo, el campo, era un mundo lleno de armonía, un lugar de paz y silencio. Irme a la ciudad significó dejar aquel mundo lleno de vida y colores de la naturaleza. Me encerró en medio de cuatro paredes grises, donde el ruido de los colectivos aturdía mis oídos.

Lejos de mi hogar empecé a escribir frases y poemas que encontraba y llenaba los cuadernos. Los días de lluvia se convertían en escritura. 

El enamoramiento me ayudó a descubrir que yo también podía escribir. Mis palabras querían salir. Las cartas expresaban lo que dictaba mi corazón y salvaba la distancia con ese ser que llenaba mi día a día. Al poco tiempo nos casamos, nació nuestro primer hijo y me dediqué a mi trabajo y a mi familia.

La escritura pasó a un segundo plano.

La vida me devolvió a mi lugar: “La Estancita”, un paraje de muy poquitas casas, de mucha calma y soledad, enclavado en el cordón de las sierras chicas de Córdoba. Ahí nació mi hija. Volví como maestra a trabajar en la escuela rural. En ese momento vi en mis alumnos el reflejo de esa niña que fui. Encontré la simpleza, el amor por lo nuestro, los animales, las plantas, las tradiciones, todo era parte de mí.

Más de veinte años después, la pandemia me volvió a encerrar. Y empecé a buscarme. Entendí que había quedado sola y encerrada para un volver a empezar. Se abrió todo un mundo nuevo, lo digital. Hice cursos de Biodecodificación y de Eneagrama. Las emociones comenzaron a salir y en ese curiosear apareció un curso de escritura creativa. En esos ejercicios recuperé el placer de escribir y de crear nuevas historias. Me sentía con un poder que no podía creer y me asombraba de mí misma. Dejé volar mi imaginación. Eso me llevó a reconocerme en el mundo que quería verme.

Este 2024 siento que estoy cerrando el ciclo de la docencia formal. Me queda un año para jubilarme y me gustaría dedicarme a escribir y dar talleres de escritura y lectura para niños.

Hoy inicia una nueva aventura en mi vida. El papel, el lápiz y el plumerito de diente de león son mi compañía. 

Reflejaré lo que mi mente en sus correrías inventa, lo convertiré en un delicado atrapasueños o en el dulce sonido de un llamador de ángeles, para atraer la paz y la serenidad a mi vida.