Redactora publicitaria y Lic. en Relaciones Internacionales.
San Juan, Argentina.
Instagram: @diariodeunazurda
Voy y vuelvo.
Cada vez que me inscribo a un taller de escritura, los correos y mensajes inician con el mismo recordatorio: el día, el horario y lugar del encuentro —o plataforma para conectarme—. Y cierran de la misma forma: “solo vas a necesitar un cuaderno y una lapicera”.
Pero falta algo…
Por lo general, escribo los domingos. A veces me levanto gracias a mi estridente alarma y, antes de manotear el teléfono de la mesa de luz, pienso: hoy me toca sentarme a escribir.
Aunque es el día que más cómoda y tranquila estoy, también es el día que más me cuesta. Me encantaría quedarme en la cama. Miro a la izquierda y veo que A. duerme profundamente. Trato de evitar mis ganas de acurrucarme a su lado, y me digo a mí misma en voz bajita:
―Hoy no. Hoy me siento a escribir.
Mientras espero que hierva el agua para prepararme el café, busco mis cuadernos para refrescar mi memoria. Cuando me olvido de cómo escribir, releo textos de mi pasado. A veces por curiosidad, a veces por nostalgia. ¿Qué me decía? ¿Cómo estaba? ¿Dónde estaba?
Dejo todos los cuadernos en la mesa de roble del living, y me siento a hojearlos en una de las sillas que retapizamos con A. El asiento, con su mullido almohadón, tiene ahora un color azul eléctrico. Un color que tanto A. como yo elegimos en esta nueva democracia de a dos.
Sin querer, ese osado azul sirvió de base para combinar con los colores del resto de nuestro hogar: mostaza, gris, marrones, verdes y otros tonos azulados.
Ya ubicada en una cómoda posición, abrí el cuaderno que tengo desde el 2017. Un cuaderno tamaño A4 de tapa color violeta y un estridente búho ilustrado.
Cuando no sé de qué escribir, ni cómo encarar mi catarsis, abro ese cuaderno y me transporto. Es curioso. Cada vez que leo alguno de sus pasajes, visualizo casi a la perfección en qué silla me sentaba cuando escribía.
La silla en mi habitación de adolescente, por ejemplo, mutó varias veces. Desde el pie de mi cama, que acercaba hacia el escritorio para poder escribir —y hacer mis deberes—, hasta una enclenque silla que mi Nona le había dado a mi papá, pasando por el banco de una plaza, el asiento en el colectivo, el pasto fresco, o el sofá. Aunque la silla fue cambiando según el momento, siempre cumplió su función de apoyo.
En el departamento de Mendoza, que compartía con mis amigas de la universidad, las sillas eran dos. Sillas plegables de madera decoradas con almohadones color fucsia y verde lima, en el comedor. Y después estaba la de mi habitación, una silla de oficina que mi papá me había prestado para que tuviera dónde hacer largas horas de culo-silla estudiando conflictos migratorios en Europa y América Central, o las guerras que aún no cesan en Medio Oriente.
Hay una silla que recuerdo en particular de los pasajes de mi cuaderno. La del entrepiso de un Starbucks mendocino, que queda justo frente a la Plaza España.
Un día salí del departamento con el cuaderno de apuntes y me fui directo al café para escribir sobre un amor que no estaba funcionando. Recuerdo subir las escaleras para sentarme en una silla alta de tipo industrial. Su asiento era duro y su respaldo rígido e incómodo como esa relación.
Sentada frente al balcón del departamento que hoy comparto con A., mientras visualizo a mi yo del pasado, de golpe me surge una pregunta: ¿qué tienen en común la acción de sentarse y la acción de escribir?
Sentarse a hacer algo, ya sea pintar, escribir, coser, o conversar incluso, tiene que ver con un acto contemplativo y de pura atención. De abrazar un poco la quietud y de darle a las cosas el tiempo que precisan.
La escritura, en particular, requiere mucho de observar mis ideas, de contemplarlas, de reflexionarlas, para que no se me escapen. Lograrlo implica sentarme en la silla.
La silla es un elemento clave: sirve de apoyo y de sostén del cuerpo para poner bien el foco.
Es curioso. Si las comparo, la silla y la escritura —o el acto de escribir y el acto de sentarse— se parecen mucho más de lo que imaginaba.
Aunque el cuaderno y la lapicera son importantes, ahora sé qué faltaba en aquellos correos de los talleres de escritura. Era la silla.
Creo que la escritura sobrevive no solo porque me sostiene, sino porque yo la sostengo a ella.
Escribir se convierte así no solo en sostén mutuo. Se transforma en un acto de voluntad, de constancia, de perseverancia. La silla se compromete a estar disponible, y yo me comprometo a siempre volver a ella.
Escribir es mucho más que solo sentarse. También es volver a la silla.
Sin embargo, para volver, también hay que saber irse.
Cuando termino de escribir mi pasaje de los domingos, cierro el cuaderno y me levanto de la silla. Me estiro, y vuelvo a la cama al lado de A. Con una caricia, lo despierto y le pregunto qué le gustaría hacer ese día. Algo lindo y simple, seguro vamos a compartir.
Es ahí cuando me doy cuenta de que, aunque las mejores ideas se dan cuando me siento, al final, no todo recae en la silla.