Profesora de Literatura. Escritora.
Rosario, Santa Fe, Argentina.
IG: @emiliaritacadoppi
Escribo porque olvido.
Anoche entre la almohada y el sueño armé en mi mente la estructura perfecta para comenzar este ensayo. Rehén de su encanto leía, con los ojos cerrados, oraciones con un brillo verde. Pensé que serían palabras iluminadas, pero hoy frente a la pantalla se me hace imposible atraparlas.
¡Si yo hubiese sabido cuáles eran las influencias de algunos planetas en mi carta! Hubiera arriesgado antes esta urgencia por la escritura. Neptuno resultó estar generando la usina de mis constantes sueños e ilusiones justo en el comienzo de mi ascendente. No es un relato coherente, me digo ahora mientras escribo. La coherencia está ausente en mi caos cotidiano.
Otra vez nada concreto. Quizás la escritura es una sorpresa para mí que surgió en el antiguo salón de venta de diarios y revistas. Cuando cerró, lo convertí en mi espacio donde pasaba muchas horas del día leyendo, corrigiendo, planificando, soñando sola, acompañada de mis perros. A mis hijos les sorprendía que me gustara estar ahí tanto tiempo. Había tres bibliotecas, un escritorio, sillones, cuadros, plantas y los grandes ventanales hacia la plaza del pueblo.
Hoy ese espacio es un depósito sin alma, porque la magia, sin sospecharlo se vino conmigo.
La mayoría de los libros quedaron ahí, pero las historias que no tienen llave emigraron en mi piel. Al tiempo comenzaron a brotar como emociones, se transformaron en ideas, en palabras que aparecen como rondas en una fiesta. Saltan, se ríen, sacuden, atraviesan la pantalla. Mis dedos la escriben, las borran, las reescriben. Luego, pasan al papel enmarcadas en un libro y se van, siempre se van. Cinco libros de cuentos infantiles y tres poemarios más tres compartidos más todo lo que está en gestación. Mis libros son mis hijos más fieles, son mi orgullo.
Me largué a escribir y el juguete funcionó. Y lo dejé correr.
Hoy la escritura es mi compañera. Es la lucidez que permite empaparme de vida, belleza, sabiduría como una esponja, transforma todo ese caudal en historias que emocionan la vida de los lectores.
Escribo y siento la textura, los aromas, los colores, como un teatro de sombras pasan delante de mis ojos. Soy rehén de su poder y lo disfruto.
El amor por la escritura tiene las huellas de mi infancia. Aquel viaje en tren desde Resistencia a Santa Fe, mirando por la ventanilla, polvorienta, una monotonía de chañares. Sentada en el banco de madera junto a mis padres y mi hermana, que dormía en los brazos de mi mamá. Me entretenía preguntando sobre todo lo que veía y cuando se cansaban de responderme leía en voz alta los carteles de la ruta. Aprendí a leer de corrido a los cuatro años. Todo me interesaba. Soy curiosa como mi padre. A veces me gusta parecerme a él. Hacía de todo, desde cocinar una torta, atender el negocio de mis padres, jugar a la vendedora con Mónica, mi hermana, probar los labiales, maquillarnos, armar paquetes con hilos y elásticos.
A mis diez años nació Vanina, la menor de mis hermanas, pero para ese momento me picaba la adolescencia prematura y los chicos del barrio. No escribía ni leía, salvo los libros de lectura obligatorios. Me gustaba escuchar música, recitar poemas y bailar sobre el escenario escolar para todas las fiestas patrias. Siempre fui una usina de ideas con las que contagiaba a las maestras, menos a mi amigo El Turquito, cuya imaginación era frondosa y, a creativo, nadie le ganaba.
El secundario fue la gran apertura. Soñaba con un mundo lejano de la mano de los profesores, en especial la profesora de Geografía. Eran épocas en las que pocos viajaban por el país y casi nadie al extranjero, salvo ella. Su vida era para la mayoría de adolescentes una vida fantástica.
Con esa admiración aprendí la geografía de nuestro país y de algunos países. A esa aventura debo agregar la increíble literatura que entraba a nuestras vidas a través del kiosco de diarios y revistas. Fotonovelas, historietas, consejos, ciencia, salud, más los libros de la biblioteca popular del pueblo.
Mi experiencia en la academia de letras, años más tarde, me llevó a conocer la emoción de la literatura universal. En Rosario viví el tiempo de la universidad. Siempre me resonó vivir una experiencia diferente, difícil, casi a finales de la dictadura militar del 76. Asistí a la reconstrucción de una nueva etapa en la carrera de Letras y todo lo que hacíamos y decíamos era increíble. Así fue el gran descubrimiento en mi sensibilidad lectora.
Años más tarde regresé a mi pueblo con una hija y formé mi familia. De esa manera seguí con el antiguo negocio en la casa nueva que mis padres construyeron y trabajé en la misma escuela que me educó. La directora en ese momento era aquella admirada profesora de geografía. Nunca olvidaré su pregunta en la entrevista: ¿qué opinas sobre la enseñanza de la literatura clásica universal? Tu respuesta es lo que esperaba, me dijo.
De esta experiencia tan abundante que es como un volcán dentro de mí, la extrañeza no deja de sorprenderme. Me interroga desde hace mucho. En un primer momento no podía determinar qué debía hacer, luego fui dándome cuenta de que curiosear el mundo de los personajes de la literatura me transportaban a esos escenarios donde me sentía parte para luego trasladarlo a mis alumnos en el aula era el comienzo de sacar de esta interminable galera la escritura.
Ella me otorgó libertad, pero también un estado de paz y felicidad que es innegociable. Confío mucho en la vida, porque siempre sabe más, aunque me guste crear la posibilidad de escribir futuros posibles.
Trabajar con la belleza de la palabra fue el combustible para continuar una vida que podría haber sido agua de estanque, pero fue vitalidad ante las grandes tormentas como lo fue mi enfermedad. Ella me condujo a retomar aquello que me daba placer: la escritura.
Escribo en contra del olvido para rescatar lo que me llama, la belleza de mi mundo.
Ser observadora de lo que nos rodea me permite armar diálogos con los animales, los pájaros; investigar, adentrarme en la información, conocer el hábitat, y en función de esos datos armar posibles conflictos que tendría la historia. El humor va de la mano. Es imposible para mí pensar un relato sin que provoque alegría en el lector, sobre todo si es pequeño. Porque también la belleza es compartir mi pura alegría por existir.
Luego bajarlo a las aulas y comprobar cómo replica en las familias, docentes y niños que se alegran con las historias. La experiencia me dice que cuando hay alegría, aunque sea en el momento del cuento, la familia ríe. El niño es feliz. Entonces se completa mi objetivo de la escritura.
Las ideas desbordan. Y de una conversación que me resuena, encuentro un motivo para un cuento. Así nació Poquito, un lobo un poco feroz. Primero fue un poema, del poema un cuento y del cuento mil poemas más que juntos arman el próximo título.
La imaginación es también un trabajo permanente, que requiere de esfuerzo y genera esa bella posibilidad de ser nosotros los grandes directores de nuestra película. La literatura no se agota, no termina ahí.
La curiosidad toca mi vida, la observo, me genera curiosidad, me transforma, me da alegría porque permite estar en estado Creativo con mayúsculas. Esa idea genera otras que por ahí son inesperados y transitar el camino me da la alegría de aventurarme en días de esperanza.
Esa magia que reciben los lectores, se sostiene de una gran prepotencia de trabajo que hace que no decline en mi objetivo: generar una historia.