Farmacéutica.
Rosario, Santa Fe, Argentina.
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Mi triángulo amoroso.
Una historia de amor a mis cincuenta y cuatro años, en medio de una pandemia, me dio el empujón que me faltaba. Descubrí el secreto de mi triángulo amoroso.
Esa historia quedó plasmada en una vieja agenda verde que guardo en mi mesita de luz. La adorné con palabras bellas. Le inventé un final feliz. Con ese hombre terminé al poco tiempo, pero por fin y gracias a él, encontré a mi amante.
Desde muy pequeña fui una romántica, una niña enamorada de la vida y de todos los compañeritos de escuela. Me recuerdo sentada en el escalón de la entrada de mi casa, sobre las florcitas violetas del jacarandá, con los codos clavados en las rodillas y las manos sosteniendo mi cara, mientras soñaba con algún muchacho.
En ese entonces mi corazón, el primer lado del triángulo, prevalecía. Mi papá contribuyó mucho a que creciera a pasos agigantados. Él era un soñador de ojos celestes y bigote finito, como los artistas de su época. Me contaba cuentos, que se inventaba, de grandes amores con finales felices. Siempre lo escuchaba encandilada.
El tiempo pasó y fui creciendo. Descubrí que tenía una mente ágil, movediza, curiosa, que saltaba como un monito en la selva. Aprendió a sobrevivir durante mi adolescencia. Se hizo aguda, inteligente. Y tomó las riendas de mi vida. Estudió todo lo que tenía a su alcance y mucho más. Hasta que un glorioso día, sentada en el sofá del departamento de mi mamá, pensando cómo conquistar al muchacho de turno, mi mente (el segundo lado del triángulo) se topó con el corazón. Entendí que ambos deberían funcionar juntos o, por lo menos, saber que el otro existe.
En mi adultez, buscando el equilibrio entre mi mente y mis emociones, le di permiso a mi cuerpo para expresarse. El tercer lado del triángulo se manifestó. El baile tomó posesión de mi piel, mi mente y mi corazón. Mi sangre andaluza se encendió al son del flamenco. El zapateo despertó a la guerrera dormida. La sensualidad ondulante de mis manos trazaba figuras alrededor de mis curvas. El seductor movimiento de los volados rojos reveló la intensidad y la pasión que me caracterizan.
Así, por fin, una historia de amor a mis cincuenta y cuatro años, en medio de una pandemia, me dio el empujón que me faltaba. Encontré a mi amante.
Un tsunami interno de emociones empezó a salir. Simple y complejo, nuestro amor sucedió. Se deslizó por mi cuerpo de una manera natural, intuí que siempre había estado ahí. Lo tomé, lo abracé. Me dejé querer.
Mi agenda verde se iluminó. Un bolígrafo mágico atrapó palabras, ideas y sensaciones. Se materializaron los elementos que habitan en mi interior, a través de la escritura. Como si moldeara una escultura dorada.
La escritura, mi amante, me permitió mostrarme tal cual soy. Expresar lo que siento, lo que pienso, lo que me atraviesa. Me espera cuando me distancio, me observa, me comprende y me cobija cuando me acerco. Cuando estoy demasiado enredada, me permite mirar desde afuera, trabajar lo que ha salido de mis entrañas y convertirlo, no siempre en un final feliz, pero sí en una aventura que transformará mi ser.
La escritura, mi amante, le dio voz a la mujer que fue silenciada. Me liberó para cambiar los finales a mi gusto. Y como si fuera poco, crear nuevos comienzos.