Psicóloga.

Bogotá, Colombia.
Instagram: @constanzaaimola

Escribo, luego existo.


Las moscas rondaban un pequeño cuerpo ya sin vida en medio del solitario bosque. Pedazos de gusanos muertos salían de su boca. Las manos y las uñas llenas de tierra y la ropa roída, relataban la violenta muerte que sufrió esta niña luchando contra un verano inclemente. En ese momento, solo había interrogantes acerca de la forma en que la niña terminó en ese bosque. Sus padres la habían visto por última vez en su cuna la noche anterior, tras llegar ebrios de una reunión familiar.

Así empieza uno de mis cuentos publicados: “En la piel de Sophia”. Una persona del común evitaría escribir acerca de tan escabroso hecho, pero yo escudriño en los detalles y me sumerjo en la trama de una situación real familiar, aunque esto me traiga problemas. Se me hace agua la boca, mis dedos empiezan a moverse escribiendo la historia que cualquiera barrería debajo de la alfombra y mantendría en absoluto secreto.

Soy hija del silencio y la soledad. En el colegio nunca fui popular, tenía una o dos amigas, era presa de un matoneo que en los ochenta era la regla. Esta situación no cambió en la universidad cuando cursaba psicología. El doctor Torres nos dictaba la materia de psicofarmacología. Él nos enseñó el contenido con literatura, así es como, por ejemplo, leímos el Quijote para explicar los síntomas de la enfermedad mental y los efectos secundarios de algunos medicamentos. Ese maravilloso maestro halagó mi forma de escribir con una nota inesperada en un parcial. Yo había mencionado que escribir me mantenía cuerda y él anotó que desde su lugar sí parecía y, además escribía muy bien.

La profesora de entrevista también alabó mi forma de escribir y me dejó bien claro que mi habilidad para poner en letras lo que pensaba o sentía me iba a aportar en la carrera de psicología y en general en mi vida. Aún después de tantos años lo recuerdo y no puedo evitar sonreír. Ya no era invisible, no estaba sola, era adecuada.
Con frecuencia me transporto al momento de esa foto en la que, con cinco años, arrodillada a un lado de la cama de mis papás, garabateaba aun antes de aprender a escribir.

Veía a mi mamá en un acto casi ceremonial, íntimo, en el que solo participaba ella. Tomaba una hoja de papel seda y la doblaba al medio, se sentaba en la silla del tocador y escribía cartas. Me parecía delicioso el ritmo del esfero deslizándose sobre la hoja. Amaba verla emocionarse por cualquier cosa que fuera lo que escribía. Esa hermosa letra cursiva que se convertía en palabras, un texto que, por su expresión, le causaba tranquilidad y calma. Fue la primera vez que vi una escritora en su espacio, la envidiaba. En ese momento se detonó la magia.

Me marcó tanto que, en adelante, recuerdo no pedir regalos como cualquier niño. Yo imploraba por cuadernos con líneas, lápices que me dejaran oliendo a madera y grafito las manos, esferos para llenar cuadernos y cuadernos intentando imitar la letra de mi mamá. Estos artefactos acentuaban el cayo de mi dedo medio de la mano derecha y me manchaban con tinta de colores como el arcoíris.

Realmente soy buena escribiendo. La escritura es el síntoma del mayor placer que siento, de mi gran pasión, pero no es que me guste cómo escribo, es que realmente tengo varios pequeños orgasmos cuando lo hago. Con el olor del papel y la tinta, cuando me sumerjo en un mundo mágico y desconocido, cuando puedo ser el personaje que me da la gana, regresar el tiempo, utilizar mi rebeldía para inventar la realidad que nadie me puede refutar y cuando sé exactamente cuál será el futuro de cada personaje del que soy dueña. Juego a ser dios.

Una niña mueve pequeñas ollas, tazas y cubiertos en medio del patio de la casa de mi abuelo materno. En voz baja, un monólogo da cuenta de cómo le sirve a alguien invisible la comida y lo atiende en una situación amena.

Mientras observo a la niña jugando, saco un esfero y le escribo a mi mamá una nota para pedirle un cuaderno. Ahora desde lo triste y difícil de la adultez, observo ese panorama y veo a una pequeña escritora en potencia que no quiere jugar con ollitas o hacerle comida a nadie. Les huye a las visitas con amigas, lo que quiere a gritos es un cuaderno en donde escribir.

El sentimiento que ronda esta escena es un intenso amor propio. Amo esa escritora que desde ese instante ya se estaba gestando, la que le escribió cartas a la mamá toda la vida y que, ante cualquier circunstancia, aburrida, profundamente dolorosa o triste, ha escrito.

La escritura también se ha convertido en mi mejor forma de conquistar. No espero miradas de hombres por mi hermosura, desde siempre he querido impactar al romper el silencio con mi inteligencia.

El sentido del humor, los comentarios sobre un libro que he leído, sentir cómo dejo de ser invisible cuando menciono que escribo y que me adulen por lo que sintieron cuando leyeron algo que escribí, es lo que me hace sentir parte de este mundo, hermosa, reconocida y feliz.

Siendo escritora me siento sensual y deseada, como una vedet francesa que baila en frente de hombres que se sienten extasiados con sus encantos y son presa de sus deseos.

Uno de los temas más difíciles en mi vida ha sido la muerte. Ir a los funerales y dar el pésame es una situación que me entristece y me cuesta superar, enfermándome incluso físicamente. Entonces he optado por escribir. Cuando le escribo unas palabras a alguien que ha perdido un ser querido, estoy segura de que las letras permanecerán en el tiempo y el espacio. Escribir trasciende inclusive la sensación de un abrazo, que puede ser tan lindo, pero efímero. Hace perenne en el tiempo lo volátil, lo inseguro se vuelve real y los pensamientos palpables.

Soy bastante estúpida con las palabras, tartamudeo un poco, pierdo el contacto visual como buscando en el horizonte las palabras escritas y paso por loca y despistada, sin embargo, escribiendo soy muy buena.

Le robo minutos a la apresurada vida para escribir, esperando el momento de que mis días estén llenos solo de letras. Ansío la fecha en la que pueda vivir solo de contar historias, al fin y al cabo, como dijo Gabriel García Márquez: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”.