A continuación podrás leer algunos de los ensayos escritos por alumnas del primer grupo de Escritora Gourmet. Estos ensayos son el resultado del ejercicio práctico y las herramientas aprendidas en el curso.

 

Escritoras

Natalia Bressan

Lic. Cs. Sociales y Humanidades. Coach Organizacional. Córdoba, Argentina.

IG: @nati.bre

El perro pequinés.

— ¿Cómo hago para no pensar? Estoy asustada, sigue ahí, ¡duele eh!

—Buscá un recuerdo lindo, algo que venga solo —me dijo como si nada.

—Vamos a ver cómo es, el reino del revés —comencé a cantar para mis adentros. 

—Quietita, no te muevas —me gritó del otro lado de la cabina mientras disparaba.

—Que usan barbas y bigotes los bebés, y que un año dura un mes.

Y el pánico se iba. No tenía idea cuántos minutos pasaban. Horas, años, vidas, no sé, pero funcionaba. ¿Quién iba a decir que esas canciones me servirían para domar huracanes?  En los momentos que más las necesitaba, abría el repertorio y me iba de viaje con el perro pequinés a derretir tumores. 

En esa época aprendí muchas cosas. Aprendí el significado de la palabra paciente. Horas interminables de espera viendo gente calva caminar por los pasillos.  Si eso no es paciencia… ¿la paciencia dónde está?

También sentí el gusto por la escritura. En tiempos muertos, antes de entrar a la quimio, la dejaba a mi vieja haciendo guardia y cuando tocaba mi turno me iba a buscar. Yo subía a la capilla del cuarto piso y me sentaba al lado de la ventana. Era el lugar más lindo del hospital. Mi escondite preferido. Ahí podía crear mundos distintos, menos dolorosos. No había mucho más por hacer, ¿o sí? El silencio era absoluto, solo venían algunas familias a llorar, pero la mayoría de las veces estaba sola y escribía. Descubrí que escribir es como el momento antes del amanecer. Es como un miedo ciego, perdido, que no encuentra referencia. Un momento frío, donde el silencio aturde. Y de golpe ¡clic! El cielo se abre, los colores aparecen, van mutando y me inunda, me abraza, me cobija, me transforma.

Pero en realidad, esta historia viene de mucho antes. Yo misma pergeñé mi muerte. 

La idea la fui amasando en la secundaria, después de cumplir los quince. 

Ellos se burlaban de formas graciosas, no lo voy a negar. Al menos eso parecía, se divertían mucho. Menos yo. Nunca entendí por qué, ¿por qué a mí? Cuando pedía permiso para ir al baño, me gritaban desde las ventanas “Bonadeo gordo feo”.  El colegio entero cantaba cuando yo aparecía en escena. Era insoportable. Cada vez que me los cruzaba, empezaba el coro y con eso, las carcajadas de todos.

Una vez fui rápido a comprar algo a la cantina. Llegué al aula corriendo, si sonaba el timbre me alcanzaban. Tenía que resolver rápido el escape antes de que el Gordo de Bonadeo se apoderara de mí. No sé cómo, pero siempre se las ingeniaban. Ese día nos habían pedido para Lengua que lleváramos diarios para recortar. Cuando por fin me siento a comer la merienda, descubro en mi banco la foto de una mina obesa, desnuda, que habían encontrado para la burla del día. Fue espantoso. Además, habían aprovechado para choriarme la plata del almuerzo. Sí, todo eso, en menos de diez minutos. No aguantaba más, llorar no alcanzaba. Les pedía a los profes que hicieran algo, pero no tenían idea de cómo plantearle el problema al Vicegobernador. Corrían el riesgo de aparecer en las noticias y no podían blanquear que su hijo era el líder de la mafia de los coreutas.  

De todas maneras, ¿a quién le iba importar que yo quisiera morirme?  

Me las tuve que aguantar, solita y sin chistar, con toda la impotencia del mundo.  

Yo quería que me entendieran y vieran lo que estaba pasando.  Era un laberinto sin salida. Esos años sentí el coqueteo del suicidio, pero vaciarle el botiquín de ansiolíticos a mi vieja no iba a resolver la historia. 

Por suerte me puse de novia con uno que me dio bola. A él no le importaba el estribillo de Bonadeo y eso me aliviaba. Pero me obligaba a hacer cosas que yo no quería. No sé qué era peor: si el gordo o mis dientes apretados cuando me enchastraba entera debajo de la cucheta. En ambas situaciones yo solo tenía que aguantar. 

Cuando cumplí veintidós me dejó, o yo a él, no sé bien. Pero tuve ganas de dormirme para siempre, otra vez. Estaba confundida. No tenía idea de dónde agarrarme, no sabía quién era ni para qué había venido al mundo. 

¿Así que te querés morir? Me dijo el Barba. Ahí tenés. Y me enterró un limón en el pulmón izquierdo.  

Con el tiempo entendí el poder de mis intenciones y el de los protocolos médicos. Había que respetarlos a rajatabla, sino chau. Cuando me sentaba en el sillón de quimio todo mi cuerpo se desvanecía. El cáncer no duele, lo que duele es el tratamiento, lo que duele es darte cuenta cómo llegó a tu cuerpo. 

Estábamos todos igual, estacionados de blanco, encadenados al caño del suero, viendo como algunos se iban. ¿Cuándo me va a tocar a mí? Pensaba. ¡Pensaba tanto! Mi cabeza iba a mil, mi cuerpo a cero. Ahí me cayó la ficha. Yo en realidad quería quedarme y la escritura era lo único que me aseguraba vida eterna. 

En ese sillón estaba pariendo una nueva mujer. No sé de dónde salieron las fuerzas, pero yo imaginaba todo lo que iba a hacer cuando saliera. Escribía todo. Tenía medio achicharradas las venas, moretones por todos lados, a veces no podía ni agarrar la lapicera. Yo seguía escribiendo, vomitando todo. Me daban ganas de vivir, estaba descubriendo un motivo, me ayudaba a transformar el dolor que sentí por años. Quería que esas ideas no murieran, aunque yo misma no pudiera vivirlas. Quería darles otro significado. Quería crear otro glosario. Quería darme el gusto de transformar la mierda que amasó mi tumor, aunque más no sea en palabras. Quería dar a luz esa mujer que estaba naciendo. Quería trascender. 

Después me dieron el alta y me olvidé. Ya solo con haber vencido aquella guerra, me declaraba victoriosa y lo que menos quería era ponerme a remover ese guiso vergonzoso. ¿Para qué? Pero, soldado que huye…

Después de varias cuarentenas me volvió a picar el bichito de escribir, de contar esta historia, ¡otra vez! No sé bien por qué, ¿de dónde salen esas ganas? ¿Qué hay detrás? Si yo ya tenía todo resuelto. ¿Para qué meterme de nuevo a batallar con esos monstruos? ¿Para qué escribir esto? 

Hace unos meses, de la nada, tipo tres y media de la mañana, me encuentro igual que en la quimio, apoltronada al lado del calefactor, envuelta en una colcha bajando pensamientos para que no se me escapen. Escribo desaforada, y lo saboreo como si fuese el último chocolate del naufragio. Exhalo mi inspiración y me siento más despierta que nunca. ¡Qué contradictorio! ¿No?

Llegué a la conclusión que escribir es una resurrección, un montón de vidas encarnadas, liberadas, transmutadas. Extremos que se unen, que se miran al revés, como las canciones de María Elena, como el infinito, un llegar, un volver a empezar. 

En realidad, lo que yo siempre quise era renacer. Para eso hay que morir.  Y esto es lo que acaba de suceder. 

Señoras y señores… ¡Ha nacido una escritora!  

Me declaro viva. No me callo más. Esta soy.

Emilia Rita Cadoppi

Profesora de Literatura. Escritora. Rosario, Santa Fe, Argentina.

IG: @emiliaritacadoppi

Escribo porque olvido.

Anoche entre la almohada y el sueño armé en mi mente la estructura perfecta para comenzar este ensayo. Rehén de su encanto leía, con los ojos cerrados, oraciones con un brillo verde. Pensé que serían palabras iluminadas, pero hoy frente a la pantalla se me hace imposible atraparlas. 

¡Si yo hubiese sabido cuáles eran las influencias de algunos planetas en mi carta! Hubiera arriesgado antes esta urgencia por la escritura. Neptuno resultó estar generando la usina de mis constantes sueños e ilusiones justo en el comienzo de mi ascendente. No es un relato coherente, me digo ahora mientras escribo. La coherencia está ausente en mi caos cotidiano. 

Otra vez nada concreto. Quizás la escritura es una sorpresa para mí que surgió en el antiguo salón de venta de diarios y revistas. Cuando cerró, lo convertí en mi espacio donde pasaba muchas horas del día leyendo, corrigiendo, planificando, soñando sola, acompañada de mis perros.  A mis hijos les sorprendía que me gustara estar ahí tanto tiempo. Había tres bibliotecas, un escritorio, sillones, cuadros, plantas y los grandes ventanales hacia la plaza del pueblo. 

Hoy ese espacio es un depósito sin alma, porque la magia, sin sospecharlo se vino conmigo.

La mayoría de los libros quedaron ahí, pero las historias que no tienen llave emigraron en mi piel. Al tiempo comenzaron a brotar como emociones, se transformaron en ideas, en palabras que aparecen como rondas en una fiesta. Saltan, se ríen, sacuden, atraviesan la pantalla. Mis dedos la escriben, las borran, las reescriben. Luego, pasan al papel enmarcadas en un libro y se van, siempre se van. Cinco libros de cuentos infantiles y tres poemarios más tres compartidos más todo lo que está en gestación. Mis libros son mis hijos más fieles, son mi orgullo.

Me largué a escribir y el juguete funcionó. Y lo dejé correr. 

Hoy la escritura es mi compañera. Es la lucidez que permite empaparme de vida, belleza, sabiduría como una esponja, transforma todo ese caudal en historias que emocionan la vida de los lectores. 

Escribo y siento la textura, los aromas, los colores, como un teatro de sombras pasan delante de mis ojos. Soy rehén de su poder y lo disfruto.

El amor por la escritura tiene las huellas de mi infancia. Aquel viaje en tren desde Resistencia a Santa Fe, mirando por la ventanilla, polvorienta, una monotonía de chañares. Sentada en el banco de madera junto a mis padres y mi hermana, que dormía en los brazos de mi mamá. Me entretenía preguntando sobre todo lo que veía y cuando se cansaban de responderme leía en voz alta los carteles de la ruta. Aprendí a leer de corrido a los cuatro años. Todo me interesaba. Soy curiosa como mi padre. A veces me gusta parecerme a él. Hacía de todo, desde cocinar una torta, atender el negocio de mis padres, jugar a la vendedora con Mónica, mi hermana, probar los labiales, maquillarnos, armar paquetes con hilos y elásticos. 

A mis diez años nació Vanina, la menor de mis hermanas, pero para ese momento me picaba la adolescencia prematura y los chicos del barrio. No escribía ni leía, salvo los libros de lectura obligatorios. Me gustaba escuchar música, recitar poemas y bailar sobre el escenario escolar para todas las fiestas patrias. Siempre fui una usina de ideas con las que contagiaba a las maestras, menos a mi amigo El Turquito, cuya imaginación era frondosa y, a creativo, nadie le ganaba.

El secundario fue la gran apertura. Soñaba con un mundo lejano de la mano de los profesores, en especial la profesora de Geografía. Eran épocas en las que pocos viajaban por el país y casi nadie al extranjero, salvo ella. Su vida era para la mayoría de adolescentes una vida fantástica.

Con esa admiración aprendí la geografía de nuestro país y de algunos países. A esa aventura debo agregar la increíble literatura que entraba a nuestras vidas a través del kiosco de diarios y revistas.  Fotonovelas, historietas, consejos, ciencia, salud, más los libros de la biblioteca popular del pueblo.

Mi experiencia en la academia de letras, años más tarde, me llevó a conocer la emoción de la literatura universal. En Rosario viví el tiempo de la universidad. Siempre me resonó vivir una experiencia diferente, difícil, casi a finales de la dictadura militar del 76. Asistí a la reconstrucción de una nueva etapa en la carrera de Letras y todo lo que hacíamos y decíamos era increíble. Así fue el gran descubrimiento en mi sensibilidad lectora.

Años más tarde regresé a mi pueblo con una hija y formé mi familia. De esa manera seguí con el antiguo negocio en la casa nueva que mis padres construyeron y trabajé en la misma escuela que me educó.  La directora en ese momento era aquella admirada profesora de geografía. Nunca olvidaré su pregunta en la entrevista: ¿qué opinas sobre la enseñanza de la literatura clásica universal? Tu respuesta es lo que esperaba, me dijo.

De esta experiencia tan abundante que es como un volcán dentro de mí, la extrañeza no deja de sorprenderme. Me interroga desde hace mucho. En un primer momento no podía determinar qué debía hacer, luego fui dándome cuenta de que curiosear el mundo de los personajes de la literatura me transportaban a esos escenarios donde me sentía parte para luego trasladarlo a mis alumnos en el aula era el comienzo de sacar de esta interminable galera la escritura.

Ella me otorgó libertad, pero también un estado de paz y felicidad que es innegociable. Confío mucho en la vida, porque siempre sabe más, aunque me guste crear la posibilidad de escribir futuros posibles.

Trabajar con la belleza de la palabra fue el combustible para continuar una vida que podría haber sido agua de estanque, pero fue vitalidad ante las grandes tormentas como lo fue mi enfermedad. Ella me condujo a retomar aquello que me daba placer: la escritura.

Escribo en contra del olvido para rescatar lo que me llama, la belleza de mi mundo. 

Ser observadora de lo que nos rodea me permite armar diálogos con los animales, los pájaros; investigar, adentrarme en la información, conocer el hábitat, y en función de esos datos armar posibles conflictos que tendría la historia. El humor va de la mano. Es imposible para mí pensar un relato sin que provoque alegría en el lector, sobre todo si es pequeño. Porque también la belleza es compartir mi pura alegría por existir. 

Luego bajarlo a las aulas y comprobar cómo replica en las familias, docentes y niños que se alegran con las historias. La experiencia me dice que cuando hay alegría, aunque sea en el momento del cuento, la familia ríe. El niño es feliz. Entonces se completa mi objetivo de la escritura.

Las ideas desbordan. Y de una conversación que me resuena, encuentro un motivo para un cuento. Así nació Poquito, un lobo un poco feroz. Primero fue un poema, del poema un cuento y del cuento mil poemas más que juntos arman el próximo título. 

La imaginación es también un trabajo permanente, que requiere de esfuerzo y genera esa bella posibilidad de ser nosotros los grandes directores de nuestra película. La literatura no se agota, no termina ahí. 

La curiosidad toca mi vida, la observo, me genera curiosidad, me transforma, me da alegría porque permite estar en estado Creativo con mayúsculas. Esa idea genera otras que por ahí son inesperados y transitar el camino me da la alegría de aventurarme en días de esperanza.

Esa magia que reciben los lectores, se sostiene de una gran prepotencia de trabajo que hace que no decline en mi objetivo: generar una historia.

Claudia Chocho

Estilista. Montevideo, Uruguay.

Instagram: @claudiachocho

La escritura es como deambular por el océano de la existencia. 

Es sentir, indagar, buscar respuestas a tantas preguntas que me hice durante mucho tiempo.  

También es una manera de jugar creando historias de alguna anécdota personal, es disfrutar de mi entorno, en el comedor de mi casa o en mi dormitorio, dejando entrar la luz del sol.  

Aunque me gusta más escribir en la noche. Tiene un misterio especial. 

Algunas veces me despierto mientras todos duermen, salgo a la puerta, miro las estrellas, siento el olor al rocío de la noche, allí surgen preguntas, ¿cómo la gente no se da cuenta lo que se pierde al dormir? 

Ese espectáculo mágico que está ahí, que no nos cuesta nada. 

La vida es un rato y yo no quiero perderme de nada. Admiro la naturaleza, me siento maravillada hasta con una hoja caída en otoño. 

Allí es cuando mis manos dibujan palabras que expresan ese gran sentimiento desordenado. 

Lo que me pasa desde pequeña es que amo escribir por el solo hecho de escribir. 

Tocaba el timbre y salía de la escuela ansiosa por subirme a la camioneta escolar que me llevaba hasta mi casa. Iba en el horario matutino, salía al mediodía. 

Mi felicidad era lo que me esperaba en mi casa al llegar. Mi mamá hacía la comida y su amor se reflejaba en el aroma de esos almuerzos que hasta el día de hoy recuerdo. 

Terminaba de comer y me iba a mi dormitorio directo al cuaderno; a mi cuaderno, donde escribía lo que se me antojaba, lo que quería, eso que tenía en la mente o en el corazón.  

Esa libertad que se siente al no tener que hacer lo que manda la maestra. 

Hoy cuatro décadas después, amo las tardes en las que me quedo sola en casa, me siento cerca de la estufa, pongo música relajante, prendo el aromatizador con perfumes cítricos:  bergamota, tres mentas, me preparo el mate, me siento en mi sillón preferido y abro mi cuaderno en una mesita antigua de madera y empiezo a escribir. 

Quiero plasmar tantas cosas a la vez, siento que estoy en mi espacio, que soy yo ahí en ese momento. Me siento libre. 

Revivo sensaciones al escribir mis pensamientos. Reflexiono. Recuerdo situaciones de mi niñez y de otros momentos de mi vida. Surgen emociones encontradas, me río, al rato se me cae una lágrima. 

Ahí me pregunto por qué postergo el sentarme a escribir, ese tiempo a solas en silencio, ese tiempo para mí.  Me cuesta encontrar ese espacio. 

En algún momento emerge a la superficie esos modelos mentales que tenía sepultados en mi interior, y es allí donde aparece un maestro, un amigo, una clase, un libro donde hace que comience a despertar, a darme cuenta que hay una resistencia a dejar atrás mi antigua manera de sentir y de ver. Entonces comienzo a entender todas las posibilidades que tengo para conocerme desde un lugar más real. 

Miro hacia el pasado y veo que fui una incansable buscadora.  

Hoy escribo inspirada en todos esos maestros para terminar de sacar esos fantasmas que todavía quedan dentro de mí, y por fin verlos de frente con más claridad, que me abracen y luego me empujen para escribir mi nueva vida, una nueva historia. 

María Laura Montero

Docente. Fortín Olavarría, Buenos Aires, Argentina.

Instagram: @marialauramontero15

Escribo porque busco. Busco a esa mujer escondida que me habla. A veces al amanecer. A veces en un pasillo. Cuando sirvo una taza de café. O si el aroma a albahaca fresca inunda mi huerta. No sé quién es. Sé que la conozco de algún modo. No me asusta. No la veo. La presiento. Escribo para ver si reconozco su letra o su forma de volcar sus pensamientos. Escribo. Escribo con frenesí. Me quedo en pausa. La escucho. Sigo. Es a veces infantil. A veces una vieja. Grita como pariendo. Susurra como enamorada. La tormenta la trae en sus relámpagos y un portazo la esconde en un mutismo desesperado. Escribo para dejar que fluya, que se manifieste. Le presto mis manos para que diga lo que tiene que decir. Trato de retener sus palabras. Para ser honesta con ella y no apropiarme de la verba. Es un esfuerzo anotar lo que me dice. Siento que escribiendo la encuentro. Quiero liberarla de su tormento. Tal vez algún día nos podamos ver de frente sin tanto cuento. Tal vez cantarnos las verdades. Mientras tanto seguiré escribiendo.

¿Y me preguntás por qué escribo?

Llegué al mundo un día antes del aniversario de muerte de mi hermano mayor. La orfandad a veces tiene padres presentes. Yo los tuve. Pero vacíos sus brazos para acunar. No los culpo. Todavía mecían al que se fue pronto. Me refugié en la casa de mis abuelos maternos. Allí me crie. Una casa chorizo de las de campo. Una abuela dura pero dulce conmigo. Un abuelo chacarero atípico porque dejaba sus labores y venía apurado a su sillón verde a sumergirse en la lectura. Aprendí a unir retazos de costuras por las tardes con Dominga, mi abuela, y a leer sobre el hombro del abuelo. Tenía un banquito que apoyaba a su sillón y leía “de ojito” como me decía Alfredo. En la última habitación del corredor había una biblioteca chueca de una pata. Muchos libros y cámaras fotográficas que yo husmeaba a la hora de la siesta. Cajas con cartas y otros objetos que despertaban mi imaginación.  Aquella biblioteca contenía variedad de libros. En la familia había escritores amateurs. Entre las cartas se encontraban poemas e intentos fallidos de novelas de algún tío con ambición de literato. En las charlas en la mesa siempre salía alguna anécdota del tío Atanasio que quiso escribir una novela. Escribía de noche porque esperaba que se durmieran sus ocho hijos. Pero, casualidad o destino, solo pudo hacer ocho páginas porque se quedó sin personajes. Murieron todos y no se desató el conflicto. Escritor frustrado se dedicó a la carpintería. 

Mi lectura era variada, desde los diarios que el abuelo recibía, antes que la abuela los usara para envolver los huevos que vendía a las vecinas, hasta las historietas del tío Luis y los libros de la biblioteca que eso ya era literatura importante según el abuelo. Yo trataba de compartir lo que leía con mis amigos de la escuela, pero ellos querían jugar. Para mí jugar también era leer. Esos libros me salvaron la niñez solitaria que tuve. Y un día comencé a escribir cada vez que algo hería mi sensibilidad y no tenía a quién contárselo. Lo escribía en un cuaderno que me regaló el abuelo. A los doce años me impactó la temprana muerte de una cantante de tangos hermosa que veía los sábados en una vieja tv. El abuelo descubrió mi escrito y lo mandó a la Tribuna Popular, el diario del distrito. Para mi sorpresa, a los pocos días recibí una carta de un escritor de un pueblo cercano: Don Manuel Cuadrado Hernández, felicitándome por lo escrito y la corta edad. Así que empecé a escribir, pero para mí y para el abuelo. Cuando el abuelo se fue durante mucho tiempo no lo hice. Con los años retomé porque era demasiada la vida sin contársela a nadie, así que aquí ando entre leer y escribir. Por mí y por el abuelo.

¿Por qué escribo? ¿Para qué escribo? ¿A quién le importa? ¿Quién pregunta? ¿O acaso la pregunta es propia? ¿Dónde está la respuesta? ¿Se necesitan las respuestas de todo? No lo creo. Es más interesante vivir en la pregunta que en la certeza de la respuesta. 

 Hoy escribo para buscarme en el caos, para soñar con algo más, para decirle al mundo algunas verdades. No me importa quién se apropie de mi texto, quién lo llore como suyo o lo sonría en silencio. Soy ególatra. Estoy sola, toda la vida lo estuve. Y no hablo de soledad de gente. Estoy sola en el mundo. En mi mundo. No encajar no es fácil, para mí es divino. Escribo y escribo enmarcando las palabras para trascender la locura y el dolor.

Claudia Alejandra Pangella

Directora de Nivel Primario. Tigre, Argentina.

Instagram: @claudia_pangella

En el atardecer de mi vida.

Desde pequeña comencé a experimentar el arte y el placer de escribir. Primero en mi diario íntimo, que guardaba con recelo. En él escribía todos mis sentimientos y emociones. Lo cerraba con un pequeño candado dorado y escondía muy bien la llave.

Luego llegaron los cuadernos Rivadavia de tapa blanda y color gris. Eran horribles, yo los forraba con papel de dibujitos. En ellos escribía historias de amor y novelas como las de Corín Tellado. Creaba personajes de ficción perfectos e ideales.

Tenía alrededor de catorce años y soñaba con vivir una historia de esas que yo misma inventaba. 

El mar y la lluvia fueron mis musas inspiradoras a la hora de escribir.

Durante la secundaria inventaba historias con mi amiga Patricia, cuyos personajes eran Los Beatles y nosotras sus novias.

En la escuela nos escribíamos cartitas con los varones del turno mañana. Así conocí a mi primer novio.

Aprovechando mis habilidades, en pequeños papelitos, escribía resúmenes que luego cosía en el revés de mi falda con puntadas más grandes que mi propia letra. Nunca me pescaron.

Como docente escribía mucho en los cuadernos de comunicaciones de mis alumnos, que a fin de año las familias guardaban como reliquias. También armaba carteles a mano con frases motivadoras para sumar al ambiente alfabetizador del aula.

Mientras esperaba a mis hijas les escribí un diario a cada una, durante los nueve meses de embarazo. Les contaba cómo me sentía y lo que significaban para mí. 

Durante muchos años soñé con escribir un libro. Convencida de que el deseo mueve a la acción, en el atardecer de mi vida, puse manos a la obra y comenzó la gran aventura. Empecé a escribir mi autobiografía. Ingresé al mundo de la escritura formal. 

Escribir la historia de mi vida me ayudó a sanar las heridas del pasado, a conocerme, a recuperar la fe en mi misma. Aprendí a protegerme. Me volví más fuerte, casi indestructible.

La escritura me transformó en una nueva Claudia. Me gusta ser la misma de siempre, pero no la de antes.

El 11 de agosto de 2023, después de nueve meses de escritura ininterrumpida, nació mi primer cachorro de papel: “Flores en el alma”. Al recibirlo, lo besé, lo abracé contra mi pecho y lloré de alegría y emoción.

Días más tarde, en mi fiesta de quince por cuatro, lo presenté en sociedad frente a los sesenta invitados.

Todo lo vivido, los recuerdos en familia, mi vida personal y profesional. Los conflictos que atravesé como hija, como mujer, como docente y como madre. Desde las escenas más tiernas hasta las más crudas están plasmadas en ese libro. Fui sincera y autocrítica, mostré mis errores y aciertos. No me guardé nada.

Al escribir, la memoria selectiva se fue mezclando con mis emociones y sentimientos, alojándose piel adentro en lo más profundo de mi ser.

Estoy convencida de que el camino de la escritura me ayudará a dejar huellas, un legado y trascender.

Flores en el alma sanó a mi niña interior. Ahora desde el Delta, rodeada de su naturaleza viva con la paz que me transmite, me siento inspirada para encarar nuevos desafíos.

Escribiendo este ensayo me di cuenta que la escritura me acompañó durante toda mi vida, como una amiga fiel. 

Hoy, forma parte indispensable de mis días porque a través de ella me siento libre, auténtica, en mi mejor versión.

Esa pequeña gran mujer sigue transitando el camino de la escritura para inspirar y ayudar al lector a reflexionar sobre su vida, sus deseos y sueños. Esa, que todavía, sigue forrando sus cuadernos con papel de dibujitos.

Angela Rivero

Docente. Santa Fe, Argentina.

Instagram: @h.a.b.i.a.u.n.a.v.e.z

Mi madre decía que mi papá tenía los ojos negros como el olvido. Lo decía seguido. La primera vez que la escuché me asustó, imaginé los ojos de mi padre y de verdad sentí un gran vértigo. Con el paso del tiempo me acostumbré a esa sensación y supe que sería una frase que me acompañaría toda la vida. Y sí, ¿qué otra cosa me llevaría a él más que el olvido? Por eso, tal vez, escribo. Para volver sobre el recuerdo de sus ojos negros y, mientras pienso esto, trato de definir el contorno de su rostro para que no se me escape. 

Escribo para no olvidar, porque la escritura para mí son las aguas por las que navegaban los barquitos de papel que me enseñó a hacer mi abuelo Antonio. Las mismas aguas que aún hoy sostienen mis sueños. El abuelo vivía a setenta km de distancia de mi casa, visitarlo era todo un acontecimiento, el gran viaje. Cuando subía al auto de mis padres empezaba a rogar que el tiempo acompañe –como decían los grandes-. Que acompañe mis ganas de que, por lo menos un día lloviera para que las hojas de los periódicos llenos de letras se convirtieran en las embarcaciones del cordón de la vereda y salieran a chocarse con las ramas, a encallar en los adoquines.

Era un tiempo breve, duraba hasta que mi abuela se daba cuenta que volvía a llover y me estaba mojando. Entonces retaba a mi abuelo y me persuadía con un mate cocido con leche, dulce y calentito. Por eso hoy no uso paraguas. Hábito que suele incomodar en la ciudad. Hace unos días, esperando el colectivo, yo intentaba registrar con la cámara del celular cómo caían las gotas de lluvia sobre un charquito. En ese instante se acerca alguien y me cubre con su paraguas en silencio mientras yo terminaba de hacer el video. Cuando miré, era un chico de no más de dieciséis años, preocupado quizás por el daño que pudiera sufrir el equipo, el video o mi salud, no lo sé. Le agradecí su gesto y sin mediar palabra se fue. Quién sabe qué historia de su vida lo detuvo ahí, pensé envuelta en el aroma del mate cocido de la abuela. 

Habitar es decidir cómo vivir, qué cosas hacer, cuáles evitar; es dudar, no saber cómo seguir, sospechar que nada empieza con el primer aliento ni acaba con el último. Que me diluyo en la oscuridad cuando el sol se pone, que soy viento que roza las montañas a salvo de la duda, sin recuerdos, sin historia, sin nombre y sin fronteras. Que soy el sonido contundente que de a poco asciende hacia la superficie para no olvidar la claridad y la altura cuando sale el sol. Que me contienen la gravedad y los bordes del sendero, que soy presencia y forma, definición, volumen, claroscuro, color, materia, mixtura, paisaje. 

Y mientras tanto mis fantasmas que no quieren ser olvidados, se van haciendo lugar acurrucándose en las yemas de los dedos. Porque la escritura también es ansiedad, es esa fuerza incontrolable que mueve mis manos en sincronía con las ideas. 

Cuando era adolescente siempre escribía así, no había celulares, entonces llevaba un cuadernito en mi bolso, atenta a que el aspecto se pareciera más a un útil escolar que a un diario íntimo, perfectamente camuflado. Y tiraba con ferocidad lo que sentía sobre el papel. Después lo desechaba; no conservo nada de aquellos momentos de furia encapsulada en biromes. Nada estaba a la altura del cuento que había leído en el segundo año de la escuela secundaria de Bécquer: Los ojos verdes. Muchas noches pasé despierta imaginando demonios con esos ojos. Y me preguntaba cómo hacer para lograr esa sensación con mis escritos. Ningún texto de mi autoría pasaba la prueba. Amaba leer, pero no me gustaban los análisis sintácticos y las conjugaciones verbales de la hora de Lengua y Literatura, los soportaba hasta que llegaba lo realmente atractivo, leer historias. 

Con el tiempo fui mamá, y mucho de lo que necesitaba decir quedó en un par de cuadernos, uno para él, otro para ella y los conservé hasta que consideré oportuno regalárselos. Recuerdo que busqué el momento y en una pequeña ceremonia hice entrega de mis sentires. Otra vez, la escritura aportando la distancia justa para ordenar tanta intensidad. 

Hoy, después de veintiséis años, sola en casa, los inviernos volvieron a ser muy fríos. Mis pies siempre están helados. Me despierto pensando en mis hijos y sé que todo está bien. Me levanto, preparo el desayuno, y entonces la ausencia se llena de ideas que se convierten en frases y le imprimen verano al papel y a mi alma. Y me pregunto si los últimos deseos que mi padre dejó escritos cargados de esperanza para un país desolado y que recuperé después de su muerte, podrán ser vistos por él a través de mis ojos o quedarán olvidados en el abismo negro de los suyos. 

Cynthia Valdivia Escudero

Periodista. Máster en Guion Cinematográfico. Santiago de Chile, Chile.

Instagram: @cynthiafilm

La sintaxis de las imágenes.

 

“La escritura es un vuelo pirata, aterrizas encontrando algún sentido”

 

No tengo recuerdos claros de cómo comenzó mi relación con la escritura. Supongo que de alguna manera venía de fábrica. Fue creciendo conmigo, en las composiciones del colegio, las que dedicabas al desinteresado de mi hermano, que terminaba riéndose de ellas. O en los cuadernos de caligrafía que mi mamá me compraba, para que copiara los cuentos que me gustaban para afinar mi letra. Para qué decir esos tormentosos dramas que les creaba a mis barbies, las que quedaban anotadas en un cuaderno secreto.

Antes que seguir debo advertir de las peculiaridades que se leerán de tamaña escritora, las cuales vinieron desde mi dulce niñez. Cuando yo no aprendía a leer ni a escribir, coleccionaba cuentos, los que para mí sólo significaban dibujos, siempre gráficos sin voz. Mi padre nos llevaba a esos antiguos cines del centro de Santiago, el mejor panorama del domingo, a ver películas subtituladas ¿y yo? De leer nada. De inglés, menos. Con cinco años sólo quedaba con lo que veía, con lo que sentía que era suficiente para sumergirme en una variedad de emociones. De ahí que mis primeros escritos surgieron a partir de una pantalla grande, de ver “Los cazafantasmas”, “Rocky”, “Flashdance”, y de la tele, de Don Francisco y sus Sabados Gigantes, del Festival de Viña del Mar, lo que me llevaba en el kinder a dibujar a Soda Stereo en pleno show ochentero. Las luces y el show eran increíbles para mí.

Pasaron los años considerablemente, y a mis quince empecé a plasmar en papel y con lápiz lo que me imaginaba a partir de esas figuras visuales con las que crecí. Entonces  todos los días llegaba del colegio a escribir capítulos de lo que, según yo, sería una gran película. Nunca pensé en un libro. Mis amigas se peleaban por leer mis historias de crímenes y desamores. Mis diálogos le ganaban lejos a la prosa de Roberto Bolaños.

Hasta hoy me siento culpable con las generaciones de mujeres lectoras de mi familia, quienes lo daban todo por devorar un libro, mi tía Lucía, mi abuela… mi madre. Siento vergüenza de cuidar con dedicación mi colección de películas más que la biblioteca de mi mamá. He sido la rarita de siempre que escribe y no lee.  

A los dieciséis años vendrían las cartas, la forma de comunicarme con mamá, mientras yo vivía en Estados Unidos. Ella esperaba con ansías mis letras que le contaban cómo me iba convirtiendo en una gringa más. La escritura nos unió porque viví tiempo descubriendo un mundo mucho más grande que mi Chile natal. Lidia tenía plena consciencia que su hija nunca sería una lectora. Lo veía en los libros amontonados en los rincones, ansiosos por ser hojeados. Siempre las imágenes le ganarían a las letras en mi vida. Después ella se daría cuenta el por qué todo se unía y tenía su lógica. 

Más tarde siguieron los análisis de películas, dediqué mis letras a la revista de cine que leía desde niña, en la que terminé trabajando durante mis veranos. 

Diferentes escritos se acumulaban en hojas sueltas, diálogos extensos que por fin me llevarían a unir mi escritura con el cine. Luego de la pérdida de mis padres, me convertí en Máster en Creación de Guión Cinematográfico. Aunque no alcanzaron a verme, finalmente todo hizo sentido. Letras e imágenes.

Hoy en día trato de identificarme a través de lo que escribo: me celebro, me regaño, me siento miserable durante esos malditos periodos de bloqueo. Caigo en mis mundos imaginarios, escucho a mis personajes hablar, vivir, sufrir, amar y odiar. Con la escritura aprendí que la ficción en mi vida es estar en múltiples mundos, a mi manera, como decía Frankie en “My way”.

Me gusta leerme y emocionarme con mis textos, como si fuesen de otro ¡como si los estuviese viendo! Pero es un desafío. Hace unos meses inicié un curso de inglés. Aunque me manejo bien en el idioma, la loca idea de convertirme en una nativa era una forma de volver a la vida que casi pierdo sin dejar huella. 

La cosa del desafío va de la mano del “challenge”, el escrito semanal de la class. Lo difícil de escribir en otro idioma era más bien el bloqueo por el que yo pasaba.  Resulta que ni Cervantes ni Shakespeare estaban en buenos términos conmigo. Tuve que poner a trabajar al viejito Sony Vaio y patear palabras con significados. ¿El resultado? ¡Ay! Mi coach decía que escribía “tan bonito, tan poético” en inglés. Los elogios “You’re so smart, so great” hacían mi día. Mi trabajo final fue un discurso de tres páginas, el que sigo leyendo con orgullo. 

La escritura me provoca un enfrentamiento entre unir ideas y darles sentido. El bloqueo que sufrí me provocó cosas. “Wishing you were somehow here again”, tema del musical “El Fantasma de la Ópera” de Andrew Lloyd Webber, y el que a mis diecisiete años vi en Nueva York y en Chicago, describe este sentimiento de vacío. Saudade literaria.

Por ahí una persona me dijo “tienes que escribir sobre las cosas que has vivido”. Yo lo tomé como una ofensa. Yo soy un animal de ficción. Mis historias son intensas, son un filme, ya no de una pantalla grande, anhelo mostrarlas en páginas. Entre el papel y los fotogramas hay un corto trecho. El papel guarda las ideas escritas. Después se vuelven los ingredientes de una imagen. Los guionistas llamamos a esta mezcla de formato la primera película. La ficción nace en el pecho, una caída libre en la que nada más importa. Eso sí, cuando mis colegas comentan de escritores, autores y sus obras, yo me siento como una tonta. Sólo se me pasa por la cabeza: “Ese libro ¿podría convertirse en una buena película?”. Una intelectualidad envidiable. Suerte ustedes que se emocionan con esos escritores de tomo y lomo. Yo me emocionaba por conocer al cineasta Alejandro Aménabar. Y lo tuve a mi lado, no le pude decir nada, me fui para adentro y lo perdí. Sin comentarios. 

Sin embargo, mi vida tuvo un quiebre. Un antes y un después que quise contar. Sí, tuve la idea de mezclar una narración de fantasmas y amores fatales que guardaba, con el delirio que me ocurrió en el 2023. Una pesadilla a la que temo recordar, postrada en una cama de hospital, amarrada, sin pudor, sin cabales ¿Cómo podría describir todo eso? Cuando mi cuerpo se carcomía sin darme cuenta y nadie se dio cuenta de nada. Caí en un agujero del cual casi no vuelvo, no tengo recuerdos. El regreso fue aún peor. No fui capaz de acercarme a las ideas sobre lo que estaba viviendo. ¡Esa no era vida para contar! Solté la pluma con rabia.

Hace unas semanas me senté a escribir un solo instante que pasé interna. Me sentí podrida, me prometí que no plasmaría el menoscabo, la inutilidad, el abandono de mis gatos y los cuidados detrás de juicios absurdos. Mi psiquiatra me recordó que en medio de mis alucinaciones, le dije que estaba escribiendo una novela. En medio de mi locura ¡recordé que escribía! Nunca te perdí amiga mía. Ahora he vuelto a ser “La reportera del cine”. Puede ser que cuando vuelva a ver mi doctor le cuente que estoy cocinando algo mucho mejor, que he vuelto a pololear con la escritura, a la que extrañé tanto como a mi mamita, a mi normalidad. Ahora persevero en llevarla a otros idiomas, sacar adelante a mis criminales cansados de esperar por mi inspiración. Lo pasado me sirvió para retomar mis caballos, escribiendo como loca, como me dijo un amigo “este es tu negocio”. Así es el guión que yo, y solo yo, escribo en medio de mi nueva vida, tranquila con mi café y mis gatos dando vueltas para que los alimente. ¿Hace sentido?